La pareja
Los
pies me dolían bastante. Las cuadras que había caminado por Cabildo se me
hicieron demasiado largas. La tarde, poco bulliciosa, a pesar de la hora ,
estaba calurosa, agobiante . Me decidí a entrar al barcito de la esquina.
Me
senté en una mesa al lado de la vidriera. Era una de las pocas que estaban
vacías, no tuve mucho para elegir.
El
lugar era luminoso, amplio y las mesas
de madera bien lustrada, con mantelitos color beige, que le daban ese toque delicado.
Miro
hacia afuera y veo pasar a una pareja. Ella vestía un pantalón marrón, y una camisa
estampada al tono, con unos voladitos en las mangas, estaba apenas maquillada
con un labial clarito, tenía el pelo rubio, que escondía las incipientes canas
que se asomaban en las sienes.
Era
delgada, alta, nada encorvada por los años. La llevaba del brazo un joven
anciano, canoso y de bigotes espesos, de pelo rigurosamente lacio y corto, con
un saco de lana gris, pantalón negro y una camisa a cuadritos.
El
gentilmente le abrió la puerta del bar, para que ella pasara primero. Ella,
agradeciendo con la cabeza, entró.
Se
sentaron frente a mi mesa, acomodaron unas cosas sobre una silla, y simplemente se miraron,
tan profundamente que no se dieron cuenta de que el mozo estaba esperando el pedido como una estatua.
El
sonrió, y le dijo: - Dos tecitos, por favor.
En ese
momento, el mundo desapareció para ellos. Cruzaron las miradas más profundas que jamás había visto antes, clavaron los
ojos uno en el otro, y tomados de las manos muy
fuertemente, se dijeron al unísono “Te quiero”.
Duró
segundos ese momento. Una lágrima se deslizó por el rostro de ella, como una
catarata de dolor. El, delicadamente la secó con
el pañuelo perfectamente planchado, que sacó de
su bolsillo.
- No te
preocupes. Todo va a salir bien.
Les
volvió la sonrisa a los dos. Sin soltarse de las manos, siguieron mirándose profundamente.
©Silvia Vázquez