viernes, 11 de octubre de 2024

Escritora invitada: Rosana Colombo: "Gritos de felicidad"

                                            


Un sueño de más de 35 años pudo concretarse una mañana de otoño

cuando la Representante Legal del colegio en donde se había

desempeñado toda una vida, le anunció que a partir de fin de mes, pasaría

a estar jubilada.

Como siempre pasa, y para Clara no tendría por qué ser diferente, el

romanticismo que toda la gente le pone a la palabra jubilación, explotó en

el alma de la feliz directora que en breve, dejaría de serlo. Años más

tarde, pasaría del romanticismo al crudo realismo de verse sóla, sin las

risas jóvenes e infantiles que cada día le aturdían la vida.

La conocí un día cualquiera, ya no recuerdo, cuando ocupé el puesto de

preceptora en ese colegio querido que pronto le daría su adiós. Ella era mi

directora, pero además, la compañera de mis viajes hasta el Correo

Central, cada una de las tardes de los cuatro años que duró el

profesorado que después, me permitiría cambiar de categoría en el mismo

lugar.



Clara, era y es simple tal cual su nombre y sola, muy sola, desempeñaba su

tarea de un modo tan excéntrico y puntilloso, que provocaba la risa de

mucha gente que no comprendiera su fanatismo por la educación, será

por eso que yo, disfrutaba muchísimo de su compañía y alimentaba junto

a ella, el extremismo con el cual manteníamos largas charlas acerca de los

casos particulares de cada uno de nuestros alumnos en común.

En uno de los tantos viajes en colectivo que compartimos, me confesó que

era su cumpleaños. Su padre todavía vivía, y ella, vivía para su padre.

Ambos, disfrutaban de conversaciones acerca de arte, pintura y literatura

y para esa ocasión, ella, le había pedido que confesara que la réplica de “El

Grito” que estaba colgado en el comedor de su casa, sería para ella, que

había ambicionado poseerlo de pequeña, que si bien sabía que siendo hija

única, todo lo heredaría, quería escucharlo salir de sus labios, antes de

que fuese tarde. Me conmovió tanto ese relato, yo carecía del

conocimiento que Clara tenía sobre pintura y podría decirse que toda su

situación me llevaba a sentir una profunda tristeza: sonreía siempre, era

amable cada día, no se le escapaba un sólo pensamiento destructivo, ni

una queja por estar tan sola, cada comentario estaba empapado de un

optimismo envidiable y dudoso a la vez. Increíble ser tan así, positivo todo

el tiempo.Siempre me contaba historias protagonizadas por ella, su padre

y su madre. No más actores en ese teatro solitario que era su vida, vida


que había consagrado a Cristo y a sus padres y que parecía disfrutar

totalmente, aunque mis capacidades de razonamiento no lo pudiesen

comprender.

El nombre del cuadro se escurrió en mi mente y mi desconocimiento

colaboró a que se me olvidara por completo.

Llegó por fin el momento en que Clara dejase la escuela para, como me

había contado en otros viajes, fuese a establecerse en Capilla del Monte,

Córdoba. Allí, su padre con un esfuerzo sobrehumano, había construído

una casita muy cerca de las sierras, la construcción que tanto me

describiera en cada relato, embelesada por esa elección y con los ojos

brillosos por poder, por fin, dejar el yugo laboral, los ruidos, el subte, las

luces que enceguecen en Buenos Aires, la tristeza de los fines de semana

cuando se apagaba el brillo del patio escolar y se encendía la negrura

espesa del departamento de Caballito que habitaba solitariamente, sin

padres hacía un tiempo y con la compañía de un estruendoso silencio que

a ella le era imperceptible y a mi me ahogaba de sólo imaginármelo, me

hacía gritar fuertemente por dentro, abrir la boca en un sordo espanto,

pero yo seguía, juro, sin recordar el nombre del cuadro que Clara había

heredado.

Pasaron años, meses, no sabría decir muy bien el tiempo que habrá

pasado, pero jamás me deshice de su contacto y de tanto en tanto, santos,

vírgenes, manos unidas con una infinidad de amén, llegaban a mi

whattsapp y yo le respondía con gracias infinitas, corazones y flores, pero

extrañaba muchísimo sus charlas educativas y el intercambio de opinión

acerca de problemáticas varias, con las cuales nadie se enganchaba

porque todos querían encontrar rápidamente la puerta de salida del

Instituto, para alejarse de esas realidades.

Tuvo mi destino un encuentro cercano con un vendedor de terrenos en

Calamuchita, allá por el 2011 y entonces, no dudé en enviarle ese mensaje

que sabía que iba a ponerla feliz. Así fue, me respondió como siempre, con

mensajes bendecidos por toda la familia católica y cierto día, convencí a

mi esposo para que me llevara a visitarla hasta Capilla.

Cuando llegamos, su alegría fue enorme, ni una lágrima de emoción, eso

no existía, todo siempre era alegría. A mi, como siempre, se me llenaron

los ojos de angustias por los tantos momentos compartidos, el

existencialismo es mi estado preferido, no logro disfrutar de los buenos

momentos porque ya pienso que van a terminarse.

Apenas llegamos, recorrí con la mirada ese jardín que nos daba la

bienvenida: rosas, dalias, no me olvides, crisantemos de todos los colores

inundaban la antesala de la gran casona en la cual podrían vivir más de

quince personas, pero era habitada por una sola. Le tocó el momento a

las paredes, todas de ladrillos a la vista y a cada tanto, pintadas a mano,

casi todas las madonas existentes: la de Lourdes, María, la Auxiliadora, la

Milagrosa, la de Luján y dejo de describir porque no recuerdo otros

nombres, pero estaban allí, a modo de ejército cubriendo el frente de esa

casa que al entrar, me hizo estremecer de tristeza.

En todas las paredes había cuadros confeccionados por Clara, con

distintos materiales, con diferentes paisajes: una explosión de color

mezclada con brillosidad y yo solo veía el gris y el negro. Me costaba

tragar, sólo podía imaginar las puestas del sol y la oscuridad, la falta de

luces en medio de la sierra y la cama totalmente congelada, porque era

verano, pero ella, estaría allí también en invierno, pero su cara seguía

sonriendo. 


Llegué entonces a la ventana que daba a un patio

 gigantesco,nos hizo pasar. Había mandado construir

 como unas piletas llenas de tierra y en cada una había

 una pequeña huerta con tantas verduras y frutos que

 me empecé a cuestionar quién consumiría todo eso. 



La mueca de su boca jamás se torcía para abajo, su caminar se había convertido en

un lento proceso para poder trasladarse de una punta a la otra. Lo que

para ella era el paraíso, para mí, la alegoría del espanto. No me percaté

de que al lado de la ventana había un cuadro que de ninguna manera

podía ser obra de mi vieja amiga. Recién cuando entré y volví a mirar, lo

vi: había en el retrato un ser distorsionado, ambas manos a un lado y otro

de la cara sosteniéndose los delgados pómulos de un rostro totalmente

martirizado, el cuerpo formando una serpentina, inclinándose hacia el

lado izquierdo, con una túnica negra acompañando el zig zag, los ojos muy

abiertos y la boca formando una gran O mayúscula. Sin piernas, se ve que

no eran importantes, que no iba a salir corriendo, que quería seguir

viendo el horror que no estaba retratado. No hacía falta en realidad,

mirando esa expresión, el horror podría imaginarse solo, en medio del

anochecher naranja, igual, igual que el que se veía detrás de las sierras

desde el patio de Clara, y un río negro, negrísimo, pasaba por debajo del

puente que no sé, tal vez la figura utilizó más adelante para finalizar el

horrendo sentimiento que estaría atravezándolo.

Me quedé congelada, si tomo conciencia creo que imité la pose y la

recrudecí cuando al cambiar de óptica, volví a ver el rostro inocente de mi

robusta amiga, sonriendo cual niña de cinco años, inconciente y sin

reconocer el vacío de su vida. Entonces le pregunté: ¿Y este? Cuándo lo

pintaste?

No, me respondió, ese es “El grito” de Munch, el que me dejó mi padre en

herencia

Me fui, le di un abrazo y jamás pude comprender - o tal vez si - por qué el

espanto ocupaba ese lugar privilegiado entre tanta felicidad construída a

la fuerza. Por qué era para ella tan importante que su padre le donase el

Munch en vida. Tal vez era mi idea, tal vez era yo expresando el horror y la

angustia de unos casi 70 años de no haber construído más que una

soledad enmarcada por tanto evangelio.

Cada día, recibo en mi whattsapp un saludo alentador lleno de colibríes,

flores, buenos deseos y bendiciones y yo se los retribuyo, pero al abrir la

ventana que da a las sierras, “El grito”, le oficia de espejo los 365 días del

año.


©Rosana Colombo

Es Profesora de enseñanza primaria, Profesora de castellano, literatura e historia, ya jubilada. Vive en C.A.B.A.



1 comentario:

  1. ¡Felicitaciones! Hermosísimo relatato. Emoción, sorpresa, pero din descuidar la empatía.

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