La
selva
Cuando usted transite por las estrechas calles
del centro de Buenos Aires, haga de cuenta que camina por un sendero de tierra,
rodeado de árboles con ramas y espinas.
La gente lo empujará, lo llevará por delante
sin siquiera mirar o pedirle disculpas. Pasarán a su lado sin inmutarse, como
si caminaran solos en medio de un desierto. Pero es una selva. Una selva
espesa, colmada de vegetación frondosa, que va y viene al ritmo de las horas.
Un hormiguero gigante debajo de un árbol centenario, al que patean sin querer,
dando lugar a sus habitantes a salir despavoridos de su interior cuando toca la
campana de las cinco de la tarde.
Cruzan, esquivan, saltan, hablan, gritan. Todo
es un submundo de situaciones individuales que marcan el éxito o la derrota de
un día cualquiera. Bocinas, frenadas, insultos, y las ganas de huir una vez al
año de todo ese infierno que quema al
terminar diciembre.

Inténtelo, va a ver que se puede. Eso sí,
antes de hacerlo, sáquese el saco, afloje la corbata y desabroche el botón
superior de la camisa. Así se sentirá aún mejor.
Silvia
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