El
aire estaba más húmedo que de costumbre. No había muchas estrellas esa noche.
Se olía a flores, de esas que salen entre las hierbas cortas en un campo sin
sembrar.
Era
oscuro al fondo del bosque del campo de los Suarez. Desaparecía el sol, de a
poco, rogando quedarse más.
Los
animales ya estaban amuchados debajo de los caldenes fuertes del sur pampeano.
Algunas lechuzas practicaban equilibrio sobre los alambres y las mulitas se
escondían en las cuevas sigilosamente.
Tal
vez alguna liebre estaba asomada, esperando que la oscuridad tomara su lugar y
así correr entre el maíz esquivando los tiros de algún cazador principiante.
Laura
estaba en su cuarto, mirando hacia afuera, sin perderse detalle de todos esos
movimientos.
Se
adormeció por un instante, con la cabeza entre sus manos, apoyados los codos
sobre el marco de la ventana de quebracho.
Allá
lejos, al oeste, como queriendo llamar la atención, vio dos lunas. La más
blanca a la izquierda la enceguecía, desafiante, la otra menos luminosa se
colaba entre las ramas de los álamos.
Dicen
que cuando hay dos lunas los deseos se cumplen. Ahí nomás, cruzó los dedos y se
animó. Pegó sus manos como implorando. De repente, una brisa tibia le rozó la
cara. Abrió los ojos, miró a su alrededor.
Todo había cambiado. Ya no estaba su
muñeca rubia sobre la cama.
Miró hacia atrás. La puerta aún permanecía cerrada.
La abrió. Al asomarse al pasillo
lo vio parado, esbelto, elegante, perfumado, con una rosa en la mano. Le
extendió la otra y le dijo:
-
Hoy salieron dos lunas. Acompañame, no tengas
miedo, jamás volverás a estar sola
Silvia
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