Cerró el postigo
de la puerta de calle y miró el sobre. Le dio la vuelta una y otra vez. El
destinatario estaba escrito en letras de computadora, así que no reconoció de
quien era la carta.
En el remitente
solamente aparecía una dirección.
Lo dejó sobre la
mesa. No se animaba a abrirlo.
Le asustaban un
poco las noticias que llegaban por carta. Aún hoy, que manejaba la notebook
bastante bien, prefería comunicarse con su familia como antes, sentada frente
al anotador y con letra clara y firme escribir una carta que doblaba
prolijamente y colocaba en un sobre para llevar al correo.
Miró de reojo el
sobre varias veces. Apagó la cocina y se sentó.
Lo tomó en sus
manos, temblorosas y cortó el borde con
la tijera.
Extrajo el papel y con él, una serie de fotografías en
blanco y negro, otras sepia y unas pocas en color.
El primer rostro que vio, la
sorprendió. Era igual a ella. Desdobló la carta y comenzó a leerla sin perder
un segundo.
Cuando en el
primer renglón leyó: “Hola hija”, supo que su búsqueda no había sido en vano.
En unos segundos sabría por qué su madre la había dejado en aquel convento
veintitrés años atrás.
Silvia
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