Un sueño de más de 35 años pudo concretarse una mañana de otoño
cuando la Representante Legal del colegio en donde se había
desempeñado toda una vida, le anunció que a partir de fin de mes, pasaría
a estar jubilada.
Como siempre pasa, y para Clara no tendría por qué ser diferente, el
romanticismo que toda la gente le pone a la palabra jubilación, explotó en
el alma de la feliz directora que en breve, dejaría de serlo. Años más
tarde, pasaría del romanticismo al crudo realismo de verse sóla, sin las
risas jóvenes e infantiles que cada día le aturdían la vida.
La conocí un día cualquiera, ya no recuerdo, cuando ocupé el puesto de
preceptora en ese colegio querido que pronto le daría su adiós. Ella era mi
directora, pero además, la compañera de mis viajes hasta el Correo
Central, cada una de las tardes de los cuatro años que duró el
profesorado que después, me permitiría cambiar de categoría en el mismo
lugar.
Clara, era y es simple tal cual su nombre y sola, muy sola, desempeñaba su
tarea de un modo tan excéntrico y puntilloso, que provocaba la risa de
mucha gente que no comprendiera su fanatismo por la educación, será
por eso que yo, disfrutaba muchísimo de su compañía y alimentaba junto
a ella, el extremismo con el cual manteníamos largas charlas acerca de los
casos particulares de cada uno de nuestros alumnos en común.
En uno de los tantos viajes en colectivo que compartimos, me confesó que
era su cumpleaños. Su padre todavía vivía, y ella, vivía para su padre.
Ambos, disfrutaban de conversaciones acerca de arte, pintura y literatura
y para esa ocasión, ella, le había pedido que confesara que la réplica de “El
Grito” que estaba colgado en el comedor de su casa, sería para ella, que
había ambicionado poseerlo de pequeña, que si bien sabía que siendo hija
única, todo lo heredaría, quería escucharlo salir de sus labios, antes de
que fuese tarde. Me conmovió tanto ese relato, yo carecía del
conocimiento que Clara tenía sobre pintura y podría decirse que toda su
situación me llevaba a sentir una profunda tristeza: sonreía siempre, era
amable cada día, no se le escapaba un sólo pensamiento destructivo, ni
una queja por estar tan sola, cada comentario estaba empapado de un
optimismo envidiable y dudoso a la vez. Increíble ser tan así, positivo todo
el tiempo.Siempre me contaba historias protagonizadas por ella, su padre
y su madre. No más actores en ese teatro solitario que era su vida, vida
que había consagrado a Cristo y a sus padres y que parecía disfrutar
totalmente, aunque mis capacidades de razonamiento no lo pudiesen
comprender.
El nombre del cuadro se escurrió en mi mente y mi desconocimiento
colaboró a que se me olvidara por completo.
Llegó por fin el momento en que Clara dejase la escuela para, como me
había contado en otros viajes, fuese a establecerse en Capilla del Monte,
Córdoba. Allí, su padre con un esfuerzo sobrehumano, había construído
una casita muy cerca de las sierras, la construcción que tanto me
describiera en cada relato, embelesada por esa elección y con los ojos
brillosos por poder, por fin, dejar el yugo laboral, los ruidos, el subte, las
luces que enceguecen en Buenos Aires, la tristeza de los fines de semana
cuando se apagaba el brillo del patio escolar y se encendía la negrura
espesa del departamento de Caballito que habitaba solitariamente, sin
padres hacía un tiempo y con la compañía de un estruendoso silencio que
a ella le era imperceptible y a mi me ahogaba de sólo imaginármelo, me
hacía gritar fuertemente por dentro, abrir la boca en un sordo espanto,
pero yo seguía, juro, sin recordar el nombre del cuadro que Clara había
heredado.
Pasaron años, meses, no sabría decir muy bien el tiempo que habrá
pasado, pero jamás me deshice de su contacto y de tanto en tanto, santos,
vírgenes, manos unidas con una infinidad de amén, llegaban a mi
whattsapp y yo le respondía con gracias infinitas, corazones y flores, pero
extrañaba muchísimo sus charlas educativas y el intercambio de opinión
acerca de problemáticas varias, con las cuales nadie se enganchaba
porque todos querían encontrar rápidamente la puerta de salida del
Instituto, para alejarse de esas realidades.
Tuvo mi destino un encuentro cercano con un vendedor de terrenos en
Calamuchita, allá por el 2011 y entonces, no dudé en enviarle ese mensaje
que sabía que iba a ponerla feliz. Así fue, me respondió como siempre, con
mensajes bendecidos por toda la familia católica y cierto día, convencí a
mi esposo para que me llevara a visitarla hasta Capilla.
Cuando llegamos, su alegría fue enorme, ni una lágrima de emoción, eso
no existía, todo siempre era alegría. A mi, como siempre, se me llenaron
los ojos de angustias por los tantos momentos compartidos, el
existencialismo es mi estado preferido, no logro disfrutar de los buenos
momentos porque ya pienso que van a terminarse.
Apenas llegamos, recorrí con la mirada ese jardín que nos daba la
bienvenida: rosas, dalias, no me olvides, crisantemos de todos los colores
inundaban la antesala de la gran casona en la cual podrían vivir más de
quince personas, pero era habitada por una sola. Le tocó el momento a
las paredes, todas de ladrillos a la vista y a cada tanto, pintadas a mano,
casi todas las madonas existentes: la de Lourdes, María, la Auxiliadora, la
Milagrosa, la de Luján y dejo de describir porque no recuerdo otros
nombres, pero estaban allí, a modo de ejército cubriendo el frente de esa
casa que al entrar, me hizo estremecer de tristeza.
En todas las paredes había cuadros confeccionados por Clara, con
distintos materiales, con diferentes paisajes: una explosión de color
mezclada con brillosidad y yo solo veía el gris y el negro. Me costaba
tragar, sólo podía imaginar las puestas del sol y la oscuridad, la falta de
luces en medio de la sierra y la cama totalmente congelada, porque era
verano, pero ella, estaría allí también en invierno, pero su cara seguía
sonriendo.
gigantesco,nos hizo pasar. Había mandado construir
como unas piletas llenas de tierra y en cada una había
una pequeña huerta con tantas verduras y frutos que
me empecé a cuestionar quién consumiría todo eso.
La mueca de su boca jamás se torcía para abajo, su caminar se había convertido en
un lento proceso para poder trasladarse de una punta a la otra. Lo que
para ella era el paraíso, para mí, la alegoría del espanto. No me percaté
de que al lado de la ventana había un cuadro que de ninguna manera
podía ser obra de mi vieja amiga. Recién cuando entré y volví a mirar, lo
vi: había en el retrato un ser distorsionado, ambas manos a un lado y otro
de la cara sosteniéndose los delgados pómulos de un rostro totalmente
martirizado, el cuerpo formando una serpentina, inclinándose hacia el
lado izquierdo, con una túnica negra acompañando el zig zag, los ojos muy
abiertos y la boca formando una gran O mayúscula. Sin piernas, se ve que
no eran importantes, que no iba a salir corriendo, que quería seguir
viendo el horror que no estaba retratado. No hacía falta en realidad,
mirando esa expresión, el horror podría imaginarse solo, en medio del
anochecher naranja, igual, igual que el que se veía detrás de las sierras
desde el patio de Clara, y un río negro, negrísimo, pasaba por debajo del
puente que no sé, tal vez la figura utilizó más adelante para finalizar el
horrendo sentimiento que estaría atravezándolo.
Me quedé congelada, si tomo conciencia creo que imité la pose y la
recrudecí cuando al cambiar de óptica, volví a ver el rostro inocente de mi
robusta amiga, sonriendo cual niña de cinco años, inconciente y sin
reconocer el vacío de su vida. Entonces le pregunté: ¿Y este? Cuándo lo
pintaste?
No, me respondió, ese es “El grito” de Munch, el que me dejó mi padre en
herencia
Me fui, le di un abrazo y jamás pude comprender - o tal vez si - por qué el
espanto ocupaba ese lugar privilegiado entre tanta felicidad construída a
la fuerza. Por qué era para ella tan importante que su padre le donase el
Munch en vida. Tal vez era mi idea, tal vez era yo expresando el horror y la
angustia de unos casi 70 años de no haber construído más que una
soledad enmarcada por tanto evangelio.
Cada día, recibo en mi whattsapp un saludo alentador lleno de colibríes,
flores, buenos deseos y bendiciones y yo se los retribuyo, pero al abrir la
ventana que da a las sierras, “El grito”, le oficia de espejo los 365 días del
año.
©Rosana Colombo
Es Profesora de enseñanza primaria, Profesora de castellano, literatura e historia, ya jubilada. Vive en C.A.B.A.
¡Felicitaciones! Hermosísimo relatato. Emoción, sorpresa, pero din descuidar la empatía.
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