Ladrador
Mi nombre proviene de las estrellas, soy Adhara, de la constelación Can
Mayor. Admiro el cielo estelar y la frescura de la noche, pero ese verano el
universo era otro.
Me encontré en la mitad del día en un verano de aquellos... tal vez de
aquellos que se quisieran olvidar. El sol rajaba la tierra , y el cemento se derretía
ante mi carne como si lloviznara ácido muriático sobre la avenida. El calor,
agobiante, y las manos se movían ensalzadas con la frente y el cabello, al ritmo
de las gotas sudorosas que iban quedando atrapadas entre la blusa y el pantalón.
El asfalto brillaba como oasis en el desierto, rodeado de espejos gigantes que se
adherían al camino.
De la parte superior de mi cabeza partía un humo transparente, producto
de la combustión cerebral, mientras los sesos se freían hasta desfallecer. Las
piernas pesaban como torres sin cimientos, a punto de desplomarse y dejando al
cuerpo sin un auxilio milagroso.
Ni un alma cerca de la mía. Ni una en la selva gris. Qué hacer en estos
casos donde el transporte parece haber sido tragado por el cemento. ¿Y ahora?
El fallo de mi máquina no podía esperar. Proponiéndomelo crucé a la acera de
enfrente. La veía a la distancia y mientras avanzaba lento, se cubría de una niebla
tórrida.
Di pequeños inmensos pasos para no ser masticada por la boca del asfalto,
sosteniéndome de la cartera como a un bastón, y al fin logré alcanzar mi objetivo.
Una chapa hirviente me sirvió de techo, y unos hierros acarbonados fueron el
delicioso banco de descanso. Del bus ni la sombra ni el rastro.
Fijé la mirada en el horizonte zurdo intentando ser un imán del bondi. Y
nada. Solo atraje a un birrodado con un hombre de gorro a cuestas, forzando al
plato metálico y a un piñón fijo. La cadena traqueteaba en un quejido constante,
aunque su rodar lento marchaba seguro. Entró a la niebla caliente, se perdió por
algunos segundos, que asimilé a horas, y salió esfumándose en el horizonte
diestro.
¡Qué suerte la de algunos!, exclamé al instante, y me recriminé el haber
salido en ese día infernal. Recordé la urgencia de aquél trámite a punto de vencer
y recobré fuerzas, provenientes tal vez de las estrellas. Las palabras hirvieron en
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mi cerebro. Diez pasos y repetía: diez pasos que obligatoriamente deben de ser
cumplidos. Ni uno de más, ni uno de menos. Había que dar cumplimiento a
aquella afirmación tan elocuente. Cinché del término como si fuera una cuerda
floja, y lo separé en dos: cumpli - miento. ¡Qué interesante! Mi dedo índice
automáticamente tocó la mejilla y el pulgar se resbaló por el mentón.
Internamente algo gritaba que las palabras provenían de las bocas de
ciertos seres creídos de luz, aunque sobre la claridad se imponía la noche. Pero...
hoy en día todo está debidamente digitalizado, razoné a la velocidad de la fibra
óptica. Por qué exigirme diez pasos y perder un año de mi vida. ¿Por qué? Era
inentendible... todo está digitalmente coordinado y controlado. El no todo se
relaciona con el todo, y el todo también. Cómo es posible que deba esperar al
cumplimiento de diez pasos si cibernéticamente se despliega la pantalla con
dispepsia por la información de cada uno. Desde el porcentaje de sodio en el
cuerpo hasta el stock de minerales y proteínas, y el curativo aún sin ser retirado, o
si el infante llora. En ese entonces no lo entendía. La información estaba al
alcance de las celebridades que quisieran o desearan verla.
Mi inteligencia quedó ciega y manca en manos de un cerebro infernal,
perdida entre palabras con verdad absoluta que logré captar sin el mínimo de los
sentidos. Las analicé de diestra a siniestra y viceversa. Las di vuelta como a una
media. Eran términos posibles de ser controvertidos, aunque me encontré
batallando con la imposibilidad. Los maniquíes los repetían, y de la noche a la
mañana se convertían en magísteres.
El cerebro recibió su cuota de oxígeno y reaccioné. Por un instante creí que
el tiempo se me había escapado. Tal vez lo soñé o quizás fue un desmayo,
realmente no lo recuerdo. Y temí que la digitalización se revelara del sistema, y la
información se evaporara en la atmósfera. ¡Qué horror! Dejaríamos de existir.
Al volver en sí visualicé, transitando por la vereda de enfrente, a un
caminante solitario. Su ritmo envió a mi cerebro la vibración sospechosa. Tenía
que escudarme, y mantener bien despiertos a los ojos y al olfato. Y lo vi venir.
Cruzó de senda como si quisiera disipar alguna duda. En ese instante
aproveché la ocasión para voltear nuevamente hacia el horizonte siniestro e
internamente rogué por un bus. La línea unificadora del cielo y del cemento
continuaba vacía. Giré el dorso y, en milésima de segundos, el caminante se
había marchado junto a la rapidez de un vuelo. Alrededor solo el vacío. El
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caminante se esfumó... o tal vez entró a la niebla caliente y cada parte de su
cuerpo se transformó en minúsculas partículas... o tal vez el ácido muriático lo
atrapó junto al cemento. Enredada en los tal veces me encontré nuevamente sola
con el alma, y agradecí por la atormentada soledad.
De repente, surgió la voz invisible:
—Adhara, camina hasta la próxima parada.
Y otra voz imperceptible que asocié con la mía:
—Es una locura. La temperatura arde y desfalleceré. La presión se
me evapora como el agua, contesté indignada.
Y nuevamente:
—Adhara, camina hasta la próxima parada.
Parecía como regla adherida a una pizarra, y entonces, dando
cumplimiento a su voluntad, entré a caminar.
Llegué pensando en las matemáticas, porque aquellas dos cuadras me
resultaron cuatro, y el horizonte herméticamente vacío. Mi pensamiento afloró al
instante:
—Adhara, continúa caminando, aquí está desolado, y entonces, el
poder de la inteligencia me succionó de la avenida hacia una calle arbolada.
Cuando recobré la vitalidad, comencé a escuchar los ladridos ensordecedores de
un Rottweiler; desesperados arremetían y se colaban a través de la reja alta del
jardín de la vivienda. Los ojos de Ladrador -así llamé al can que anunció el
peligro—no estaban puestos en mí.
Y otra voz imperceptible, que asocié con la mía, exclamó:
—¡Adhara, no abandones el camino! Cruza en diagonal a la acera de
enfrente con rumbo a la avenida, y como orden en juego de PC, la cumplí.
En ese preciso instante, vi al caminante solitario materializarse detrás de
mí, y desmaterializarse, lentamente a la distancia, con profunda frustración. El
Can Mayor continuaba ladrando.
©Karin Perdomo
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