Todas las tardes salía con su bici. Nunca
decía donde iba. Su mamá se preocupaba cuando atardecía y no regresaba. Pero
siempre volvía con una sonrisa y alguna anécdota que contar. Ella lo escuchaba
y suponía que mucho de lo que contaba no era cierto. “Demasiada imaginación“,
le decía a su marido cuando trataba de hacerle entender que hablara con él para
que no anduviera callejeando todo el día.
En el cole todo bien, estaba de vacaciones,
pero tampoco era motivo para desaparecer la tarde completa.
El conocía a la perfección las calles de
Ciudad Jardín. Mucha gente se perdía, hasta su papá, cuando iba a buscarlo a la
casa de algún compañero en época de colegio. Doblaba en una calle y terminaba
en el mismo lugar de donde había salido.
Edu se reía a carcajadas y le decía:
- Papá, no entiendo cómo te podés perder acá,
si es re fácil. Por ejemplo, si entrás por Wernicke, salís derechito a la plaza
del avión. Si entrás por Matienzo, vas derecho al Colegio Militar.
La cosa era internarse por las callecitas de
adentro, donde las curvas y contracurvas, desviaban la atención de su papá. Ahí
era cuando se perdía.
Edu entraba y salía tan rápido que no se podía creer. Claro, era su camino
habitual. Había recorrido las calles arboladas cientos de veces. Nunca podría
perderse.
El verano estaba pesado, y la pileta de lona
de casa ya no estaba en condiciones de soportar los saltos desde los banquitos esquineros. Por eso, ni
bien terminaba de almorzar, se ponía la gorra y montaba su bici para disfrutar
de la sombrita de la avenida que llevaba al centro de Ciudad Jardín.
Aunque cruzaba varias calles donde circulaban
camiones enormes que llevaban los autos a la fábrica , jamás había tenido
ninguna caída ni siquiera algún contratiempo en su ajetreado tour por esa zona.
Llegaba a la vía muerta de Coronado, a veces
esperaba que el tren de carga hiciera sus miles de maniobras para poder cruzar,
y ahí decidía por donde ir. Si entraba por Matienzo, terminaba en el paredón
del Colegio, y la estación de trenes al frente. Se quedaba mirando los aviones
que salían de la Base Militar
hasta que tremendas moles desaparecían en el cielo.
Si elegía Wernicke, descansaba un rato en la Plaza y después seguía hasta
el arco que llevaba al barrio que estaba a la izquierda .
Ese viernes, cuando estaba comprando una
botella de agua fría, escuchó la sirena de los bomberos.
Sonaba muy cerca. Se subió a la bici y siguió
al camión que pasó a su lado como una tromba.
Dobló en el arco, y paró ahí nomás, a una cuadra.
El frente del edificio de la esquina de estaba en llamas.
Humo negro y los gritos de la gente, espantaban los pájaros que horas atrás estaban
descansando en los altos jacarandá de la calle.
La vereda estaba repleta de gente, la
comisaría enfrente, demasiado concurrida para ser sábado a la tarde.
Los bomberos entraban y salían. En apenas un
rato habían apagado el fuego, y todo volvió a la normalidad.
Cuando llegó a casa, le contó a su mamá lo que
había pasado. Esta vez le creyó porque había escuchado la sirena un rato antes,
pero le volvió a recordar que no se alejara demasiado.
El lunes, cuando estaba comprando el pan en el
almacén, escuchó que la gente comentaba acerca del incendio. Algunos decían que
en ese edificio abandonado, había estado la escuela secundaria y que años atrás
la habían cerrado por posibles derrumbes. Que nadie se animaba a entrar porque
las ratas y las cucarachas andaban deambulando por los pasillos entre las
carpetas viejas y alguna que otra manta abandonada de un linyera que la había
usado para dormir en alguna oportunidad.
La señora mayor detrás del mostrador, dijo que
los vecinos habían escuchado ruidos que
venían de ahí .Algunos los atribuían a fantasmas que habitaban aún las aulas de
la escuela. Eso le hizo prestar más atención y paró la oreja un rato más.
Siguieron hablando entre ellos, pero nada que pudiera interesarle.
Cuando llegó su turno, pagó el pan y lo llevó a su casa. Al terminar el almuerzo,
metió en una bolsa una linterna y algo
de comida para la merienda y salió.
Por San Martín llegó más rápido a la esquina
de la escuela. Aún se olía el humo del incendio. Se paró frente al edificio y
lo miró. Era alto, con ventanales grandes, los vidrios estaban totalmente rotos
y los pasillos además de mugre, tenían agua.
Ató la bici a un poste y cuando estaba entrando,
un policía le advirtió :
-
Nene, ojo ahí, que todavía puede
haber peligro. No entres, que tienen que venir a sacar los escombros.
El asintió con la cabeza, pero cuando el
policía entró al destacamento se filtró por una puerta de rejas que había
quedado abierta en la parte de atrás. Como era reflaco, pudo meterse sin problemas.
Subió hacia el primer piso. Encendió la linterna. Solo se escuchaba el ruido de
las hojas quemadas que volaban y unos
pajaritos que se habían metido por la ventana a curiosear como él.
- A ver qué hay de cierto con eso de las voces
. Yo no les tengo miedo…
Siguió hacia el fondo. Cuando dio vuelta para
regresar a la escalera, escuchó un grito.
Ahí si, sintió un poco de chucho. Que le dijeran,
era una cosa, que escuchara era otra…
Apuntó la linterna hacia la escalera y bajó. El
grito se repitió, esta vez lo escuchó más cerca.
Miró para todos lados. Nadie.
Siguió hasta encontrar otra escalera que
bajaba a un nivel inferior a la calle.
- A lo mejor hay un sótano , voy a ver.
Apartó unas puertas quemadas y se coló por el
costado.
Ahí se animó a preguntar
-¿Hay alguien ahí?
Y volvió a escuchar esta vez, una voz ronca
que respondió
- Sí, por favor, ¡ayúdenme! ¡Acá abajo! ¡Ayúdenme, ya no soporto más!
Caminó despacito, hasta llegar a una
habitación más oscura todavía.
Ya olía feo, pero tenía que seguir. Quien
estuviera ahí necesitaba de su ayuda y no se podía volver atrás. La voz seguía
pidiendo por favor, y él, tanteando las paredes, siguió caminando.
Pensaba que si le pasaba algo, nadie lo iba a
encontrar. Su mamá no sabía por donde andaba, su papá se perdía por las calles
de Ciudad Jardín y el policía no lo había visto entrar. Se complicaba la cosa.
A medida que caminaba y pensaba, tenía un poco más de miedo…
Igual siguió adelante.
Ya no escuchaba la voz, pero sabía que ahí
había alguien.
Cuando se metió en lo que alguna vez habría
sido un aula, lo vio.
Acurrucado en un rinconcito, mojado y
tiritando, un pibe de su edad. Asustado, le extendió la mano y se levantó.
-
¿Qué hacés acá? ¿Quién sos?
-
Ayudame porfis, me duele mucho la
pierna. Yo les grité a los que vinieran pero nadie me oyó.
-
¿Cuánto hace que estás acá?
-
Desde el viernes. Un rato antes
del fuego. Soy un tonto, soy un tonto.
-
No entiendo nada, dijo Edu. ¿Por
qué te escondiste acá abajo?
-
Había discutido con mi papá, y me
vine en bici. Nadie sabía donde estaba, y cuando llegó la noche me quedé
acostado acá. El calor me despertó y cuando quise salir no pude. Les grité,
pero no me escucharon. Por favor, ayudame a salir.
-
Si, te voy a ayudar, pero tengo
que avisarle a alguien. Solo no puedo. Sos muy pesado para llevarte en andas.
Aguantame un rato que subo y les aviso a los policías.
-
- ¡No! Ellos van a llamar a casa y
se me arma…mejor no les avises, ya nos arreglaremos para salir los dos.
No había terminado de decir eso que Edu ya
estaba corriendo a la calle. Entró a la comisaría y les contó. Un par de
agentes que estaban en la oficina, lo acompañaron y lo ayudaron a sacar al
pibito.
Ya afuera, llamaron y avisaron a sus padres,
que habían hecho la denuncia de su desaparición el viernes.
Al llegar a casa contó lo que había pasado.
Prometió no volver a salir sin decir donde iba.
El visitó a su nuevo amigo hasta que se curó
de la fractura de su pierna. Un par de meses más tarde, los dos salieron en
bici por las calles de Ciudad Jardín. Esta vez, dejó sobre la mesa una notita
que decía. “Ma, fui a la placita del avión. Vuelvo a las seis”.
Silvia