viernes, 12 de julio de 2024

Escritor invitado: Jorge Luis Borges

 Nunca es suficiente la lectura de las obras de Borges, entonces lo invitamos a participar con una de sus obras (Ojalá hubiera podido hacerlo,no?)




Bien, como sea, aunque imaginando ese encuentro,aquí comparto uno de sus cuentos y posterior análisis breve realizado por 

https://www.gradesaver.com/ficciones/guia-de-estudio/summary-la-biblioteca-de-babel


Imagen virtual de la Biblioteca de babel


LA BIBLIOTECA DE BABEL


La Biblioteca de Babel Jorge Luis Borges El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... 

La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante. Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible. A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. 

También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas. El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo corolario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. 

El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas. El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. 

Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.) Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. 

Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores. Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. 

También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. 

También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito. Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. 

Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero. 

También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. 

Visiblemente, nadie espera descubrir nada. A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden. Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. 

Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos. También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique. Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». 

Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?). La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. 

La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta. Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.

Jorge Luis Borges

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Análisis:

En "La biblioteca de Babel", uno de los relatos más conocidos y estudiados a nivel mundial, Borges se propone la metaforización del universo bajo la especie de una biblioteca. Un movimiento análogo ha sido identificado ya en el relato que abre su serie de Ficciones, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. Allí, como ya se ha explicado, Borges establece un juego a partir de la Enciclopedia Anglo Americana: en un tomo singular se dedican cuatro páginas a la descripción de Uqbar, una geografía imaginada y ubicada en alguna parte de Asia Menor. A partir de ese disparador, el narrador encuentra un tomo de la Enciclopedia de Tlön. Luego, se explica al lector que la enciclopedia completa ha sido hallada en una biblioteca en Estados Unidos y, finalmente, Tlön termina invadiendo, lenta, silenciosamente, todos los espacios cotidianos de la realidad.

La naturaleza de “La biblioteca de Babel” es diferente: el relato no se construye como un cuento fantástico donde la duda genera un vaivén entre lo que el lector considera posible y los elementos que rompen con esa posibilidad, sino que desde la primera frase el panorama se revela al lector como una invención no realista, incluso como una especulación: “El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísima” (p. 86). El narrador decide comenzar su relato desde la metáfora: el universo, que otros llaman la Biblioteca. Una vez que ese primer movimiento entre sentidos está hecho, no se volverá a hablar del universo, sino simplemente de la Biblioteca. Como es sabido, Borges profesaba un amor profundo a las bibliotecas (no solo había trabajado toda su vida en ellas, sino que, a partir de 1955, fue director de la Biblioteca Nacional); para él, estas eran la manifestación de la felicidad. En el conocido “Poema de los dones” (por citar uno de tantos ejemplos), Borges ilustra este amor en su famoso verso: “yo, que me figuraba el Paraíso/ bajo la especie de una biblioteca” ("El Hacedor", p. 222).

La Biblioteca como mundo hipotético se presenta, desde el comienzo, como tema y organización espacial del cuento. Su estructura de hexágonos que se extienden infinitamente es, al mismo tiempo, regular y laberíntica. Su trampa es, justamente, esa repetición de elementos idénticos, los hexágonos, formas geométricas armónicas y simétricas que guardan una afinidad perceptiva con el círculo. La Biblioteca es interminable; su estructura se expande sin límites conocidos, y el narrador nos dice que una persona podría pasar siglos y siglos recorriéndolos, y nunca encontraría el fin. Sin embargo, todos los hexágonos son iguales, con el mismo número de estantes, la misma cantidad de libros (cada uno con la misma cantidad de páginas, líneas y caracteres). Así, dentro de esa expansión infinita se construye la idea de un orden universal que nace a partir de la multiplicación infinita de su unidad. A su vez, el narrador menciona que en el pasillo vacío de estantes de cada hexágono se colocan espejos que multiplican –innecesariamente –la percepción de los pasillos. En verdad, no es posible para ningún hombre corroborar la expansión infinita de la Biblioteca (una vida no alcanzaría), pero esa multiplicación que hace el espejo puede leerse como una advertencia de infinitud.

Al respecto, el narrador afirma que la Biblioteca es interminable. Acto seguido, menciona las tesis de los idealistas (quienes indican que los hexágonos son la forma necesaria de la intuición humana del espacio absoluto, como no lo pueden ser, por ejemplo, triángulos o pentágonos) y de los místicos, que hablan de cámaras circulares que contienen un solo libro circular cuyo lomo da toda la vuelta a las paredes. A estas ideas opone la suya, que es en verdad una cita implícita del físico y filósofo Pascal: "La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible" (p. 88).

Otro elemento de la estructura física de la Biblioteca llama la atención: los hexágonos tienen en su centro un pozo de ventilación que los conecta. Así, “desde cualquier hexágono, se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente” (p. 86). Esta cualidad abre la reflexión sobre la organización social de los humanos que conviven allí. La estructura de la Biblioteca, esa capacidad de poder ver desde cualquiera de sus niveles los inferiores y superiores, se asemeja a la idea de panóptico diseñado para las prisiones a fines del siglo XVIII, que Foucault analiza como la espacialización predilecta para la vigilancia autoritaria, y que se transforma en la imagen de una sociedad que no admite los espacios privados, en la que todo el mundo queda expuesto a la mirada del resto. En "La biblioteca de Babel", la vida se desarrolla en el ámbito de lo público, y los únicos espacios privados son dos pequeñas salas, una para dormir y otra que se utiliza como baño. La única actividad posible en ese universo es la búsqueda de algún signo entre los tomos infinitos.

Una de las tesis principales del cuento es que esa biblioteca-universo contiene en sus libros absolutamente todo, y en todas las lenguas posibles. Para ilustrarlo, el narrador realiza una enumeración totalmente heterogénea de los elementos más dispares y disparatados. Entre ellos, incluye también al propio lector, al mencionarlo con un “tu muerte”:

Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito. (p. 92)

Este elemento abre la narración a la noción de predestinación: si los libros contienen todas las posibilidades del universo, en ellos están escritas las vidas de todas las personas, incluso con infinitas variaciones. Esto elimina entonces la idea de libre albedrío, y construye la noción de que todos los hechos están determinados en las páginas de los libros. Los hombres saben que su destino está escrito en esos libros, y que sus vidas han sido organizadas para una búsqueda de sentidos que es en verdad inútil. La vida, en verdad, aparece como una repetición burda de lo que contienen los libros, porque todo lo que puede hacerse, decirse e incluso pensarse ya está expresado en alguno de los tomos de la Biblioteca.

Esta intuición de que la vida y la muerte de cada persona está escrita ha empujado –nos cuenta el narrador –a muchos bibliotecarios a pasarse la vida buscando sus libros. Pero esa búsqueda no puede organizarse de ninguna manera en un espacio infinito con libros infinitos. De la misma manera, el narrador menciona la existencia de un libro que contiene la solución a todos los misterios humanos, incluso al origen de la Biblioteca y del tiempo. Para hallarlo, se han ensayado muchísimos métodos de búsqueda, pero aquello también es imposible: ¿cómo sostener un método en un espacio que se revela como infinito e inabarcable? No hay lógica que pueda organizarlo, y de allí se desprende una noción contundente: a ese universo que es una biblioteca infinita, no hay lógica humana que pueda aplicársele.

En conclusión, como menciona Beatriz Sarlo (1995), "La Biblioteca de Babel" ofrece un dilema filosófico-narrativo en el que el universo está ordenado según un azar que termina transformándose en una organización absoluta. Al final del relato, el narrador indica que, "Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden)" (p.99). El azar repetido infinitamente termina produciendo una estructura de orden que, para el ser humano, es imposible de abarcar e, incluso, de imaginar. En este sentido final, “La Biblioteca de Babel” es un cuento que acompaña en su sentido a “La lotería en Babilonia”.

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