Gol en contra (cuento)
Cuando tenía 15 años, jugaba en un club de fútbol de mi pueblo, que participaba en una liga amateur. Yo sentía mucho amor por ese club y cuando pisaba el césped de la cancha, desaparecían todos mis miedos. Era tanta mi pasión, que cada vez que tocaba la pelota con mis pies me llenaba de confianza. Siempre fui un chico amable y tímido, pero en el fútbol me desinhibía. Solía exaltarme en los partidos, y me molestaba con facilidad, sobre todo si me corregían a los gritos. Eso hizo que me llevara mal con algunos de mis compañeros. A veces hacían comentarios hirientes, pero transformaba ese dolor en ira, y no tardaba en responderles. Por otro lado, mi actitud hacia ellos tuvo el mismo efecto: cuando yo tenía razón o hacía una jugada de gol, me encargaba de hacérselos saber, con la soberbia y el orgullo que me nacía en el momento.
Hacía poco que había llegado un entrenador nuevo, y con él, yo mantenía cierta esperanza de que me considere en el equipo titular. Soñaba con el triunfo y la satisfacción defender los colores de mi club y quería demostrarlo. El nuevo entrenador, influenciado por mis compañeros, no tardó en ponerse del lado mayoritario del grupo. Rápidamente luego de dos o tres semanas empecé a sentirme rechazado. Yo jugaba bien, tampoco era Maradona, pero en ciertas ocasiones marcaba diferencia en el juego: enfrentaba con valor a los rivales más grandotes, era ligero, y lo suficientemente hábil para gambetear uno o dos jugadores.
Los entrenamientos eran duros, pero pese a mi físico delgado y estirado, era fuerte y resistente. Me mantenía firme en todas las tareas físicas, nunca llegaba tarde y hacía bien todos los ejercicios. Pero los días en que se hacía practica de fútbol, me hacían esperar en el banco de suplentes, y hasta tenía que rogar para entrar. A veces jugaba quince minutos, y eso me bastaba para destacarme o quizás hacer un gol. Pero al parecer nada de lo que hacía era suficiente.
Faltaba menos de un mes para que comience la liga. Era momento de que el equipo comience a tener desafíos más serios para aceitar detalles y ganar minutos de juego. Entonces, el director técnico, buscó un equipo de barrio para armar un partido amistoso. El día llegó. Estábamos todos en el vestuario, y el entrenador dio la formación del equipo titular, en la cual no estaba mi nombre. Yo rugía de rabia. Por un lado, la tristeza de no jugar en el club que amaba, por otro lado, la furia de sentir que conspiraban en mi contra. Salimos del vestuario; los titulares a la cancha, y yo fui con el resto a sentarme en la lista de espera, lejos de sentirme en gratitud y felicidad.
El partido arrancó parejo, el primer tiempo terminó uno a uno. El entrenador hizo unos cambios, y no solo que no pensó en mí, sino que no me miraba cuando hacía vista ligera al banco de suplentes. Pasaron los minutos del segundo tiempo, ahora el resultado estaba dos a dos, y yo desesperaba por entrar. Mientras el reloj corría se agotaba mi posibilidad de jugar. En una jugada de ataque del equipo adversario, uno de los delanteros rivales chocó con un defensor, y tuvo que salir lesionado de la cancha. El juego demoró unos minutos, y el entrenador rival se acercó hacía nuestro banco con mala cara. El jugador lesionado no podía seguir jugando y ellos no tenían jugadores suplentes.
“¿Puede entrar uno de los tuyos para mi equipo?” —dijo el coach del equipo contrario. En mi rostro se dibujó una mirada llena de soberbia y rebeldía, y quizás un poco de maldad.
"Yo voy" —dije despegando del banco de un salto, adelantándome a cualquier decisión consensuada.
"Perfecto" —asintió el entrenador. Fui hacia el banco del equipo de barrio, me puse una camiseta, y salí corriendo a la cancha como un león queriendo capturar a su presa.
El partido se reanudó, y no tardaron en arrebatarme las miradas y murmullos de mis recientes excompañeros. Poco me importó, lo que sí me preocupaba, era que tenía pocos minutos y necesitaba demostrarles a todos que se equivocaban. Pasaron algunas jugadas, y la pelota no pasaba ni cerca de donde yo estaba parado. Se notaba que muchos estaban cansados, y yo estaba ansioso por aprovechar mi frescura. En una de las últimas jugadas, dos mediocampistas trabaron una pelota, y ésta misma rodó hacia la banda derecha, justo donde yo estaba posicionado. Salí corriendo como una flecha en busca de la pelota. Otro también lo hizo, pero yo fui más veloz. Sentí la pelota amortiguarse en mi botín derecho y quedó dormida a cinco centímetros. Con el pie izquierdo di el siguiente toque, y llegó la hora de correr hacia el arco del equipo de mi propio club, convertido ahora en mi rival.
El primer hombre solo me vio pasar. La diferencia de velocidad era grande. Sentí el amor por el fútbol en mi pecho, mientras lo dejaba atrás, junto con mis miedos.
El segundo hizo un vano intento por quitarme la pelota y quedó en el camino. La pasión invadió mi cuerpo, y llené mis energías con confianza.
Seguí corriendo en busca del tercero: éste ya poco se interesó en la pelota y fue directo a derribarme, pero tampoco tuvo éxito. Pude esquivar su patada, y recordé el dolor de las veces que me sentí humillado. De inmediato mi ego volvió a transformar ese dolor en ira, y así encaré hacia el cuarto oponente.
Parecía que cada vez corría más veloz, pero faltaba la parte más difícil. El marcador central se posicionó frente a mí, sabiendo que debía frenarme. Me acerqué a él, miré hacia el costado y vi un compañero libre. Amagué con encarar hacia la derecha, y torcí mi cuerpo bruscamente hacia la izquierda. Toqué suavemente la pelota, y vi caer a mi excompañero desparramado en el suelo. Una leve sonrisa se dibujó en mi rostro al ver que cayó en mi trampa. Ya con el orgullo intacto y lleno de esperanza, me metí dentro del área chica, y el arquero salió con los brazos abiertos para achicarme el espacio. No lograba ver con claridad un punto claro dentro de los tres palos. Había cometido el error de acercarme demasiado. Pero recordé aquellas jugadas del Burrito Ortega, hundí la punta de mi botín entre el pasto y la pelota, con la fuerza justa para que pase por encima del arquero y caer dentro de la red.
¡Golazo! Salí corriendo y festejando por toda la cancha mientras los jugadores de mi club me insultaban. Miré levemente por donde estaba el entrenador, e hice un gesto de triunfo agitando el puño. Una mezcla de sensaciones invadió mi cuerpo. Había hecho uno de los goles más lindos que se pueden hacer. Un gol que me dio mucha satisfacción. Miré hacia el cielo con gratitud hacia el fútbol por darme mi revancha. Tal vez no fue como yo lo esperaba. No era como lo había soñado, pero sellé esa tarde triste con una hazaña llena de felicidad: con un hermoso gol en contra.
©MarcosVillaruel
Marcos Oscar Villarruel nació el 21 de junio de 1990, en Henderson, provincia de Buenos Aires.Es escritor y autor de cuentos breves. En 2023 obtuvo una Mención Especial en cuento en el 21º Certamen Nacional y Países de América del Sur.En 2024 recibió la Primera Mención Especial en cuento del Café Literario de Henderson. También en 2024 obtuvo el Primer Premio y el Galardón del Libro de Oro MDP en Mar del Plata por su relato “Gol en contra”.En 2025 volvió a integrar el grupo de autores ganadores en el Certamen Libro de Oro MDP. Participa en entrevistas y eventos culturales donde es invitado a leer sus relatos y compartir su trabajo.
Blog: https://marcososcarvillarruel.blogspot.com/?m=1
Redes: Marcos Oscar Villarruel



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