viernes, 2 de febrero de 2024

Escritora invitada: Carmen Patricia Golan

 EL AHORCADO



Mientras caminaban por la gran avenida le había comentado que la literalidad nunca le había agradado. Alejandra Sabio prefería la metáfora porque con este recurso encubría la ironía que guardaban sus mensajes; así lo había aprendido de su profesora de Historia, cuando cursaba el segundo año de la escuela secundaria, y una vez más se lo comentaba, con cierto pudor y la mirada dibujando los contornos de los edificios de la Av. Callao, a Mirta Castro, una joven reportera, en una entrevista para la revista en la que trabajaba hacía dos años. Era una anécdota que, si bien le serviría para escribir el artículo, no pudo encubrir la cara de asombro y tristeza al escuchar el relato.

Siempre había sido una niña miedosa porque sabía lo que me esperaba en casa si hacía algo inconveniente- dijo Sabio. Y agregó: usted me entiende, la letra con la sangre entra y mis padres eran producto de esa escuela. Sonrió y frunció el ceño, meneando la cabeza y recordando, continuó: estábamos estudiando La batalla de Waterloo y Santa Elena, pequeña isla donde habían deportado a Napoleón. Todavía lo veo escrito en el libro de Historia. No entendía por qué no me salía toda la lección que había estudiado de memoria repitiendo y dando vueltas alrededor de la mesa del comedor, como me había enseñado mi madre; yo tenía que subir la nota y me esforzaba, pero algo hacía mal. Siempre hacía algo mal.

¡Marta Mastroianni, un emblema en la escuela! - volvió a recordar Alejandra, y sonreía. 

Se jactaba de ser portadora de una nueva pedagogía, además de haber heredado un apellido muy reconocido en el mundo artístico. Se casó de grande me enteré. Tal vez por eso era tan cínica ahora que lo pienso, una amargada encubierta que destilaba miedo a ser solterona; eran otros tiempos donde las opciones debían guardarse en secreto- y prosiguió- Entraba al aula, y todos nos parábamos, sin respirar, hasta que ella nos saludaba desde el escritorio, y nos permitía sentar. Muchos decían amarla; otros, odiarla, y a mí, me daba pánico. Firmaba el libro de temas, y nosotros, inmediatamente, nos disponíamos a repasar. Sólo se trataba de retener la respiración y rezar, mientras ella recorría con su mirada y la mano izquierda-era zurda, solo para escribir- la libreta que sentenciaba nuestros apellidos.

Una tarde, Mastroianni, tomó su libreta forrada con flores y empezó a examinar con la mirada la prolija lista, hasta que, repentinamente, se escuchó el eco de mi apellido ¡Sabio, Alejandra

Sabio!; dos veces. Primero, el apellido y luego el nombre completo. Pude advertir el alivio de los suspiros de mis compañeros, rebotando entre las paredes, mientras yo caminaba hacia el paredón, pintado de verde, en el que imaginaba mi sentencia escrita en un cuadro sinóptico. Y, en dos segundos, estaba parada a su izquierda temblando. Recuerdo que yo tartamudeaba- raro porque siempre me destaqué por mi buena dicción- tratando de recordar esas palabras que para mí no tenían significado, hasta que me quedé en blanco, ausente. En un momento,

Mastroianni, giró su cabeza y me miró con esa sonrisa socarrona que la caracterizaba.

 Aún permanece en mi memoria su boca, coronada por esos dientes pequeños que me producían rechazo. Sin piedad, tomó un papel que tenía sobre su escritorio y dibujó una horca emitiendo esas palabras, cuya imagen me acompañó de por vida: “Yo te pongo la soguita, vos la cabecita y te ahorcás”.

Un muro de silencio se interpuso entre las dos durante la caminata, pero, Mirta Castro, una periodista y pedagoga, en pleno ascenso, en una editorial especializada en temas de Educación, inmediatamente se sobrepuso y carraspeando, le indicó a Sabio, que estaban llegando a La Stella, el coffee shop donde continuarían el relato.

Durante el tiempo que estuvieron en el lugar, Alejandra respondía saboreando el resto de café que quedaba en la cucharita y en cada palabra. Por momentos, se quedaba segundos mirándola antes de responder; se la veía cómoda y hasta contenta, aunque era proclive a la nostalgia. Hablaron del arte en los ’70, de religión, de política y la participación de los adolescentes en debates por aquellos años, además de música. Este último tema le apasionaba porque consideraba que había vivido en una época donde abundaban escondidos los poetas que nunca morirían.

Una luz tenue comenzó a envolver el lugar, lo que las alertó del tiempo transcurrido en el bar, a lo que Castro, con gusto a poco, bajo la promesa de otro encuentro, saboreó las últimas palabras: “volviendo a la anécdota que me contó…si se encontrara con Mastroianni en este momento ¿qué le diría? - a lo que Sabio respondió tocándose el mentón y emitiendo una sonrisa adolescente: - Sabe que lo pensé muchas veces a lo largo de mi vida, en especial cuando tenía que prepararme para un examen y llegaban a mi mente otras y otros

Mastroiannis que me pusieron la horca sin decirlo. Y agregó: - la miraría y le cantaría esa bella canción “tantas veces me mataron, tantas veces me morí, sin embargo, estoy aquí resucitando”. Una mueca de picardía se dibujó en la cara de Alejandra, sostenida por sus hoyuelos, ahora rodeados por las líneas que delataban la edad.

Esa noche Mirta Castro publicó la mejor entrevista en mucho tiempo, de cuyo título “Y tuve muchos maestros de que aprender” , Mastroianni, asidua lectora de la revista, no pudo escapar.

©C.P.Golan


Sin tiempo


Esa mañana cuando despertó tenía los ojos manchados de pena y la almohada mojada de

recuerdos. Su cuerpo pesaba más de la cuenta para incorporarse, sin embargo, como

pudo tomó envión y se sentó en el borde de la cama.

Miró a su alrededor confundido por la modorra y la resaca. Sus manos comenzaron a

buscar la complicidad del aliento ajeno, pero solo encontró la punta de una frazada

húmeda y mucosa. Había llorado mientras dormía.

La oscuridad del cuarto había sido violada por la entrada del sol entre los postigos.

Seguía sentado en el borde de la cama mientras el frío parquet descascarado por el

desgaste de los años, raspaba las callosidades que había dejado la experiencia en la

planta de los pies. Su mano derecha no podía dejar de buscar el cuerpo caliente que

siempre lo había acompañado.

Repentinamente, los golpes de la puerta alertaron sus sentidos y tomó conciencia de la

hora. Su soledad se había anticipado y despertando su bronca dio cuenta de haber

escuchado.

- ¿Quién? - pegando un grito que le hizo saltar el pecho cargado de angustia.

-Yo- contestaron con suavidad piadosa.

- ¿Qué? - volvió a preguntar con desgano, rascándose la cabeza.

-Tenemos poco tiempo; pronto la llevan - la voz respondió con tono de tristeza.

Entonces, respiró profundo, meneó la cabeza y miró hacia uno de los lados, buscando

complicidad en la respuesta que se percibió irónica.

-Tuvimos poco tiempo. Y otra vez lloró.


©C.P.Golan


Breve Curriculum



Carmen Patricia Golan nació en la Ciudad de Buenos Aires en 1962. Creció en Dock Sud 
rodeada de Inmigrantes polacos, yogoslavos, italianos, españoles; además de haber transitado su escolaridad completa en el Inst. Cristo Rey, que fuera fundado por las Hermanas Vicentinas de Zagreb. Este conjunto de voces fomentaron en ella, el placer por el arte cosmopolita en todas sus dimensiones: Magisterio en Artes Visuales, Prof. En Lengua y Literatura, Arte Dramático, Canto, etc. Sin embargo, su familia es la fuente de inspiración para no bajar los brazos y seguir aprendiendo.



Bienvenida,Patricia a Las musas. Un honor y un placer poder compartir tus letras. 

Esperamos los comentarios de nuestros lectores


SIlvia

2 comentarios:

  1. Muy agradecida a vos Silvia Vazquez. Te felicito por tu tenacidad, inteligencia y calidez. Solo agradecimiento y bendiciones en este difícil camino de enriquecer la cultura sin esoerar nafa a cambio.

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  2. Hermosos cuentos que te invitan a ingresar en las historias. Felicitaciones

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Gracias por tu comentario

Colaboraciones:Ezequiel Cámara

 Egoísta Egoísmo, cierra todo: Ego solo… ¡Egoísmo! Ezequiel Cámara