El regreso
por Antonio Flores Schroeder
Cerró la puerta de golpe. Por fin había terminado el largo Día de Muertos. Tantas veces había hecho lo mismo: tibia, despacio, casi en silencio, como si maniobrara una botella de tequila vacía con tres pájaros adentro. En el cuarto más vasto de la morada, compartida con su madre, se anidaba no solo una cama matrimonial, cuyo colchón gastado le infligía a menudo agudos dolores lumbares, sino un buró al estilo de Carlos V, de longitud tan desmesurada que otros espectros mejor no se paraban en el lugar. Arriba del mueble de madera, todos los días y a todas horas, se podían observar más de cien veladoras encendidas de parafina de muy buena calidad y distintos aromas. Algunas se encontraban en vasos de plástico de varios colores, como el rojo con el que llamaba al sexo y lo protegía de sus pesadillas (cada vez más comunes) o el amarillo que desplazaba sus constantes tristezas hasta hacerlas dormir debajo de la cama. Otras velas, que su madre le había comprado con la bruja del barrio coyoacanense y en los tianguis de la Ciudad de México, estaban en recipientes de vidrio y contenían imágenes de flores, cruces, leones, las Águilas del América, algunos nombres casi salvadores: Abraham, Bartolomé, Cornelio, David y Adán y Eva, y Luis Donaldo Colosio. En un instante, todas se extinguieron, sincronizadas con las campanas de San Juan Bautista, que retumbaban sin cesar. Así volvía Eulalio, y ella, advertía su regreso por las manos frías ya instaladas en la cama.
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