Alas de octubre
Mara se despertó esa mañana, con el
corazón alegre, con una delicada sonrisa en los labios. Se desperezó, estiró
cada músculo de su cuerpo e intentó sacudir la modorra de las primeras horas
del alba. El sol se filtraba por las
hendijas de las persianas , y llegaba a
rozar apenas el borde de la cama.
Había amanecido hacía apenas una
hora, y le costó bastante despegar sus ojos y sacar los pies de entre las sábanas. Esa sensación
de paz, no era frecuente; hacía rato que no podía conciliar el sueño con
facilidad, y las vueltas en la cama hasta entrada la madrugada eran su única
compañía. Pero recordó el motivo de su tranquilidad, estaba segura que esa
mañana de octubre él vendría nuevamente a visitarla, haciéndola sentir
importante y querida y con la certeza de que no le fallaría. Jamás lo había
hecho.
Mientras se acurrucaba en sus
pensamientos, lo vio, parado al lado de las cortinas de voile, que apenas se
movían con la brisa mañanera y hacían estremecer su cuerpo aún tibio. El lucía
como siempre una figura esbelta y delgada
y una paciente mirada. Tenía los brazos cruzados, el pelo ensortijado y
los ojos brillantes y vivaces.
A pesar ser miedosa, Mara no se
asustó, por el contrario, le sonrió y lo saludó con la cabeza. El se le acercó,
como lo hacía todos los años, y le preguntó una vez más:
- “Te
asusté, tía?”
La respuesta negativa lo hizo sonreir. Mara se sentó a
su lado en la cama y le contó acerca de su familia, de sus amigos, sin olvidar
lo mucho que lo extrañaban todos. Sabía que él ahora estaba feliz, y eso la
reconfortaba. El la tomó de las manos,
la llevó hasta la ventana y ahí lo vio mejor.
Mara notó que el ángel ya tenía alas,
tan blancas y limpias que la blancura le hacía doler los ojos. No eran para
nada suntuosas, pero resaltaban de su piel oscura y brillante. Ella tenía todo
el tiempo del mundo para escuchar cómo las había conseguido, aunque sabía que los ángeles solo tienen sus alas
cuando logran que los recuerden con alegría, y no con lágrimas...Pero él se lo
prometió para la próxima vez y cuando se ponía terco nadie podía con él.
Mara se alegró por la novedad, él
había logrado su gran objetivo, y se sintió encantada de haber sido la primera
en verlo. Mara era la única persona con quien él tenía contacto en este mundo,
a través de la cual podía conocer cada
secreto de quienes había amado de verdad, de quienes con sus lágrimas habían
regado el rosal que vivía junto a su cuerpo, el rosal que cada primavera daba
vida a la rosa roja que Mara recibía,
después de despedirse con un abrazo tierno y cálido, sin dejar de
recordarle que la rosa debería llegar a destino... Entonces él, soltándole las
manos, y besándola en la mejilla, le dijo:
- “Adios tía, ya no necesito
volver... todo lo que desee saber, lo voy a
ver sin necesidad de venir hasta aquí... Me han
bendecido con la magia de mis alas, ellas me acompañarán siempre (modestamente,
dicen que se las dan solo a quienes hicieron felices a alguien, tan malo no
debí ser ,no?)”
Mara sintió un dolor que le
atravesaba el pecho y a la vez un alivio celestial que le rozaba la cara.
Y lo vio desaparecer entre las
cortinas , tan lentamente como había
aparecido, once años atrás, con la misma sonrisa abarcando su carita
morocha y brillante.
Cada octubre, alguien recibía una
rosa en su casa, una rosa que Mara entregaba con puntualidad, simplemente con
una tarjetita celeste que solo tenía escritas tres palabras que llenaban un
hueco en el corazón de una madre, quien jamás olvidaría a ese ángel.
Las únicas palabras que esta vez le llegaban al alma:
te quiero mamá ...
Silvia
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