viernes, 20 de julio de 2018

Antología "El narratorio"- Seleccionado mi cuento "La viejita de los hilos"

Agradezco a los editores de "El narratorio" por publicar uno de mis cuentos en la antología literaria digital  año 3 Nro. 29 ,Julio 2018. 



A continuación transcribo el cuento:

La viejita de los hilos

Enhebraba la aguja sin lentes. Asombroso, para alguien de su edad. Se sentaba todas  las tardes debajo del árbol añoso que estaba a la salida de la galería y se dedicaba a reparar la ropa que le llevaban.
Estaba entretenida con eso y con algunos restos de lana que tenía en una bolsa. Tejía acolchados para bebés, alfombritas, bufandas.
La llamaban “la viejita de los hilos”. Su habilidad con las agujas era conocida por muchos de los visitantes domingueros. A ella nadie la visitaba. Decían que estaba sola en el mundo.
Parecía ser verdad, ya que las veces que iba a visitar a mi abuela, nunca la vi con alguna persona de la familia ni  amigos.

Ensimismada en sus labores, jamás dejaba de sonreir. Quien sabe de qué cosas se acordaba…y tenía muchos años para recordar.
Una tardecita de sol, dejé a mi abuela en compañía de mi hermana. Aunque no podía caminar, disfrutaba del cálido atardecer en el patio y nos instruía a las dos  acerca de los “muchachos” . La abuela pensaba que las épocas no habían cambiado mucho y nos daba consejos realmente graciosos.
Me senté al lado de la viejita de los hilos, para que no se sintiera tan sola. Me miró y me preguntó mi nombre. “Hola”, me dijo, y me hizo un lugar en el banco de madera donde estaba acomodada, junto a la bolsa de lanas y algunas prendas ya terminadas.

“Recién terminé de coser estos botones de los trajes de las enfermeras, siempre los llevan desabrochados por falta de tiempo y como a mí me gusta hacer estas cosas,...” y mirando hacia abajo, le sacó de la boca un ovillo celeste al gato gris que estaba sentado debajo del banco.
“Mire ud, que lindo queda esto”, le dije, señalando un chaleco multicolor que estaba tejiendo.
“¿Hace mucho que teje, abuela?”

Dejó de lado su labor y me volvió a mirar. “Sos muy linda vos, ¿sabías?”
Yo quería agradecerle el elogio, pero ella siguió hablando: “Y muy joven. Debés tener la edad de mi hija, más o menos. Ella es así, tan linda como vos”
En ese momento se desdibujó la hermosa sonrisa. A pesar de haberse dado vuelta, vi que corría una lágrima por su carita arrugada. Ella se volvió y me preguntó “¿Qué edad tenés nena?”
Le conté algo de mi vida, luego se su breve interrogatorio. Me di cuenta que estaba muy sola. Una enfermera que pasó detrás del banco, hizo una seña como que no le hiciera mucho caso, no obstante seguí con mi charla.

La hija había desaparecido un fin de semana, cuando fue con su flamante marido a disfrutar de una casa en las sierras. Aquella tarde no quiso salir porque se sentía mal y se quedó descansando. Cuando él regresó  no la encontró en la casa. Desde aquel momento la están buscando. Bueno, la estaban buscando. Pasaron diez años y la policía ya no se ocupa, según me contó la enfermera. Se quedó sola hasta que un hermano la internó en ese lugar porque ya no podía soportar la ausencia de su hija. Todos los domingos esperaba su visita y acomodaba los tejidos en una bolsa para dárselos y que ni bien comenzara el otoño, pudiera usarlos. De ese modo acumuló muchas prendas en un placard de su habitación. Cada tanto lo ordenaban y enviaban una tanda a hogares, cercanos a este y le decían que su hija había pasado a buscar la ropa cuando ella dormía.

Aunque me pareció una mentira cruel, era la única forma de hacerle menos dolorosa su desaparición. Había sido idea de su hermano, quien pasaba mensualmente a pagar los gastos de internación y a llevar la ropa para repartir.
Ella seguía sonriendo y apuraba sus manos para terminar el chaleco multicolor antes del próximo fin de semana.
Volví con mi abuela y mi hermana. Tan diferente era la vida de aquellas mujeres… Nosotras a pesar del poco tiempo que teníamos libre, pasábamos los domingos a verla, estaba lúcida y no reclamaba nada, sabía que allí estaba bien cuidada y que todo lo que hacíamos era por su bien.
No podía arreglarse sola. Necesitaba ayuda que nosotras no podíamos ni sabíamos darle.
Adelle estaba en la pieza contigua a la de mi abuela. Unos meses más tarde de mi primera charla, sonó la alarma de las enfermeras. Estaba tirada en el piso del cuarto, con los ovillos de lana en la mano, sonriendo, pero sin vida.

Días después, entre las cosa que le entregaron a su hermano, había una caja marrón de madera, cerrada con un candado. La llevó a su casa y la abrió. Se llevó las manos a la cara y pegó un grito de espanto. Dentro de la caja, estaba guardada la bufanda que llevaba puesta su sobrina cuando desapareció… debajo de unos papeles amarillentos, envuelto en un trapo multicolor prolijamente tejido a mano, uno de los dedos con la alianza de bodas, y un papel que decía “Hija, de nuevo en casa con mamá”.

© Silvia Vázquez
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