A continuación transcribo el cuento:
La viejita de los
hilos
Enhebraba la
aguja sin lentes. Asombroso, para alguien de su edad. Se sentaba todas las tardes debajo del árbol añoso que estaba
a la salida de la galería y se dedicaba a reparar la ropa que le llevaban.
Estaba
entretenida con eso y con algunos restos de lana que tenía en una bolsa. Tejía
acolchados para bebés, alfombritas, bufandas.
La llamaban “la
viejita de los hilos”. Su habilidad con las agujas era conocida por muchos de
los visitantes domingueros. A ella nadie la visitaba. Decían que estaba sola en
el mundo.
Parecía ser
verdad, ya que las veces que iba a visitar a mi abuela, nunca la vi con alguna
persona de la familia ni amigos.
Ensimismada en
sus labores, jamás dejaba de sonreir. Quien sabe de qué cosas se acordaba…y tenía
muchos años para recordar.
Una tardecita de
sol, dejé a mi abuela en compañía de mi hermana. Aunque no podía caminar,
disfrutaba del cálido atardecer en el patio y nos instruía a las dos acerca de los “muchachos” . La abuela pensaba
que las épocas no habían cambiado mucho y nos daba consejos realmente
graciosos.
Me senté al lado
de la viejita de los hilos, para que no se sintiera tan sola. Me miró y me preguntó
mi nombre. “Hola”, me dijo, y me hizo un lugar en el banco de madera donde
estaba acomodada, junto a la bolsa de lanas y algunas prendas ya terminadas.
“Recién terminé
de coser estos botones de los trajes de las enfermeras, siempre los llevan
desabrochados por falta de tiempo y como a mí me gusta hacer estas cosas,...” y
mirando hacia abajo, le sacó de la boca un ovillo celeste al gato gris que
estaba sentado debajo del banco.
“Mire ud, que
lindo queda esto”, le dije, señalando un chaleco multicolor que estaba
tejiendo.
“¿Hace mucho que
teje, abuela?”
Dejó de lado su
labor y me volvió a mirar. “Sos muy linda vos, ¿sabías?”
Yo quería
agradecerle el elogio, pero ella siguió hablando: “Y muy joven. Debés tener la
edad de mi hija, más o menos. Ella es así, tan linda como vos”
En ese momento se
desdibujó la hermosa sonrisa. A pesar de haberse dado vuelta, vi que corría una
lágrima por su carita arrugada. Ella se volvió y me preguntó “¿Qué edad tenés
nena?”
Le conté algo de
mi vida, luego se su breve interrogatorio. Me di cuenta que estaba muy sola. Una
enfermera que pasó detrás del banco, hizo una seña como que no le hiciera mucho
caso, no obstante seguí con mi charla.
La hija había
desaparecido un fin de semana, cuando fue con su flamante marido a disfrutar de
una casa en las sierras. Aquella tarde no quiso salir porque se sentía mal y se
quedó descansando. Cuando él regresó no
la encontró en la casa. Desde aquel momento la están buscando. Bueno, la
estaban buscando. Pasaron diez años y la policía ya no se ocupa, según me contó
la enfermera. Se quedó sola hasta que un hermano la internó en ese lugar porque
ya no podía soportar la ausencia de su hija. Todos los domingos esperaba su
visita y acomodaba los tejidos en una bolsa para dárselos y que ni bien
comenzara el otoño, pudiera usarlos. De ese modo acumuló muchas prendas en un
placard de su habitación. Cada tanto lo ordenaban y enviaban una tanda a
hogares, cercanos a este y le decían que su hija había pasado a buscar la ropa
cuando ella dormía.
Aunque me pareció
una mentira cruel, era la única forma de hacerle menos dolorosa su
desaparición. Había sido idea de su hermano, quien pasaba mensualmente a pagar
los gastos de internación y a llevar la ropa para repartir.
Ella seguía
sonriendo y apuraba sus manos para terminar el chaleco multicolor antes del
próximo fin de semana.
Volví con mi
abuela y mi hermana. Tan diferente era la vida de aquellas mujeres… Nosotras a
pesar del poco tiempo que teníamos libre, pasábamos los domingos a verla,
estaba lúcida y no reclamaba nada, sabía que allí estaba bien cuidada y que
todo lo que hacíamos era por su bien.
No podía
arreglarse sola. Necesitaba ayuda que nosotras no podíamos ni sabíamos darle.
Adelle estaba en
la pieza contigua a la de mi abuela. Unos meses más tarde de mi primera charla,
sonó la alarma de las enfermeras. Estaba tirada en el piso del cuarto, con los ovillos
de lana en la mano, sonriendo, pero sin vida.
Días después,
entre las cosa que le entregaron a su hermano, había una caja marrón de madera,
cerrada con un candado. La llevó a su casa y la abrió. Se llevó las manos a la
cara y pegó un grito de espanto. Dentro de la caja, estaba guardada la bufanda
que llevaba puesta su sobrina cuando desapareció… debajo de unos papeles
amarillentos, envuelto en un trapo multicolor prolijamente tejido a mano, uno
de los dedos con la alianza de bodas, y un papel que decía “Hija, de nuevo en
casa con mamá”.
© Silvia Vázquez
-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por tu comentario