martes, 17 de julio de 2018

Cuento fantástico: Hoy: El elegido






“Lucharás  por voluntad de los dioses”

Esa fue la frase que escuchó al salir del templo. Lo esperaban caminos largos y grises, sembrados de odio, violencia y terror.

Ya estaba su destino escrito y nadie podía volver atrás.

Los asesinos andaban sueltos por las ciudades. Todos comunicados y esperando que apareciera. Ellos sabían que el elegido estaba listo para defenderse. Aún así, se preparaban para el ataque, dispuestos a terminar con él, ni bien se cruce en sus caminos.

Varias ciudades podían ser su refugio temporal. Nadie le había dicho a ciencia cierta cuántos eran  sus enemigos pero él debía reconocerlos y actuar. Lo prepararon toda la vida para ese fin.
Partió temprano por la mañana con la mochila al hombro, el turbante anudado a su cabeza y la espada de su padre a un costado del cuerpo. Evitó despedirse de su madre. Sabía que ese momento iba a ser difícil para ella y se lo ahorró.

Caminó por la ciudad aún dormida pasando inadvertido entre los pocos que habían madrugado para recoger agua de la fuente. Su apariencia era la de uno más y aún así, se sentía observado.
El calor lo agobiaba. Siguió su camino por el sendero que iba a las afueras. A su alrededor los grises árboles inertes se balanceaban acompañando sus pasos.

Llegó a Kabul, se alojó en la Casa de los Ángeles. Aquella  noche durmió placidamente. Al abrir los ojos estaba ahí, delante suyo, el Gran Maestro, saludándolo con una reverencia para darle las últimas instrucciones.


-Deberás partir ya. No podemos esperar más. Que los dioses te acompañen y guíen tus pasos. Recuerda: lucharás contra tu voluntad, salvarás a nuestro pueblo y a ti mismo, todo dependerá de tu mente. Piensa, decide, todo tiene una respuesta. La decisión es tuya. Cada movimiento estará coordinado para vencer. Aunque creas que fracasas, sigue adelante. Los dioses están contigo.


Cargó agua y se asomó. A ambos lados de la puerta, unos hombres con la cabeza baja lo esperaban. Alcanzó el techo enrejado y saltó a la terraza. Desde allí observó a los hombres apostados esperándolo. Corrió hacia el otro lado de la casona y se lanzó al balcón de la torre de enfrente. Había huido. Debía seguir escondiéndose o huir. La misión debía cumplirse.
Desde la torre, agazapado detrás del muro que rodeaba la escalera, esperó hasta verlos desaparecer.

Bajó por las escaleras de madera y volvió a la calle.

Caminó hasta el amanecer. Lejos se veían las puertas de la ciudad gris.

El camino estaba oscuro y frío. Nadie había podido llegar sin haber sido atacado al menos por uno de los terribles guardianes de la Orden.   

Guerreros invencibles, aparecían a los lados del estrecho sendero a medida que se acercaba algún valiente a los enormes portones de la ciudad.

Enérgicos, decididos, son temor a nada ni a nadie, sumaban a sus cualidades la más preocupante. No dudaban en dar su vida por aquel que se decía su rey . Fueron hombres de la ley, defensores de la justicia, y ahora habían prometido al monarca apartarse del blanco y unirse al gris, para permanecer en ese sitio.

El se apareció envuelto es su túnica sudorosa. Parado en el medio del camino, hizo que los guardias lo rodearan. Sacó su espada y luchó con ellos. Venían a su memoria las palabras del maestro y siguió adelante. De a  uno los venció, de a uno los apiló a la sombra del muro de piedra. Cuando estuvo frente a los impresionantes portones del reino, se arrodilló y rezó. Lo esperaba adentro lo más terrible. El rey no le daría tregua No tendría piedad.

A pesar de eso, se levantó y miró hacia arriba. Apartó los maderos que trababan los portones y entró. Nada era como lo había imaginado. Cada cosa permanecía perfectamente ordenada. La claridad invadía los rincones de los enormes jardines y las flores alfombraban los campos delante del Palacio. Volaban los ángeles sobre él. Y sobre los ángeles, enormes copos de nubes purísimamente blancas se asomaban .

El olor a canela y manzana le llenaba los pulmones y venían a su mente tiempos viejos, donde fue feliz.

Se tendió en el pasto apenas húmedo y cerró los ojos. Lo venció un sueño profundo 
La mañana apareció acariciándole la piel. Se sintió bien. Por fin estaba en paz.

©Silvia Vázquez
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