Estaba decidido. Ese era el día, esa la tarde. Había pensado
cada palabra, cada detalle .
No había demasiada gente en el café. Estaba en la esquina de
la calle principal. Habían quedado en verse ahí, al final de la tarde.
Trabajaban juntos, entre miradas y reojos, pero sin hablarse.
No quise escribir algo en particular, porque seguramente me
iba a olvidar de todo ni bien ella entrara al salón. Tomé varios cafés, había
llegado demasiado temprano.
Pensé…pensé…le quité la ropa a las palabras y dejé que se
quedaran desnudas cuando ella abrió la puerta y sentí el perfume que inundaba
las mesas de madera caoba brillantes.
Los mozos estaban detrás de la barra, sin saber que ese era
un día tan importante para mí.
Yo repasaba su mirada, sus manos, sus labios, no sabía cómo
iba ella a responder a lo que tenía para decirle. No sabía si esas miradas eran
para mí, o simplemente era parte de alguna estrategia organizada con sus
compañeras.
La vi llegar, el cabello le bailaba de un hombro al otro.
Abrió la puerta y reorrió ese salón como si estuviera colmado. Le hice una seña
con la mano y me miró.
“Prestame un beso que te lo devuelvo poema” le dije, y ella
se acercó, lentamente hacia mí, me tomó de la cara y me besó, tan lentamente
que fue eterno.
Cuando se separó de mí, se sentó en la silla opuesta y apoyó
los codos en la mesa y sobre sus manos, dejó caer su carita redonda y sus ojos
café siguieron mirándome.
“Bueno, para qué me citaste aquí?”, me preguntó.
Seguí mirándola, absorto, quieto, como si nada ni nadie
existiera alrededor.
“Para nada, para qué decirte, si ya lo dijiste todo con ese
beso…”
©Silvia Vázquez
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