Obsesión
Me mira. ¡No quiero que lo haga!, igual me mira.
Le tengo cariño y lo necesito. Me gusta verlo. Si falta, lo extraño. Si no
camina, me ocupo. Deseo siempre su movimiento infinito.
Es una luna llena transparente, de cráteres plateados, tan
simétricamente armado, que hasta los números cantan. Lo cosen tres agujas.
Una larga y gruesa, separada de su segunda hermana mediana, y la tercera,
puntiaguda e impaciente, envuelta en picardías de adolescentes, clickclea al
ritmo del tiempo.
Trabaja como robot, a pura máquina, y no se detiene. Por momentos
suspiro y deseo gritarle desenfrenadamente ¡detén el tiempo! Solo mira, tal vez
asombrado, preguntándose si me ha picado algún bicho raro, o no tanto. Si
transito de regreso del funeral de una abeja, por el camino de un abejorro
impertinente, envenenada por una avispa y con la inflamación a cuestas de un
aguijón de batalla.
Giro y lo miro, regreso la cabeza nuevamente a su posición de origen
haciéndome la distraída. Levanto el maxilar, miro el techo y observo una tela
tejida armoniosamente sin permiso. Bajo la punta de mi nariz, y levanto un
papel adherido al piso. Pecho distraídamente el almanaque, arrastrándolo
mudo hacia el parquet. Con pereza lo levanto y tomo entre mis manos un
cuaderno de notas. Al viento le escribo un verso, y a él lo ignoro. Siempre
repito el mismo ejercicio, de día y de noche.
Él me agrada. Me inspira al estilo Dalí. Lo imagino de cera derritiéndose
armoniosamente por mí, o de un surrealismo platónicamente siliconado.
También formando parte del Big Ben o de un monasterio. De una escultura
glutinosa con arena bajo el sol, o de un puente tendido entre el espacio y el
tiempo.
Intenta convencerme de posar para mí. Desea lo pinte. Procuro lo
entienda, no soy artista. No lo convenzo, continúa insistiendo con la creación, y
ahora añora arrancar de mis entrañas, un poema. Me río a carcajadas, y de
repente, destella su mirada irónica.
De vez en cuando, se detiene. Las agujas se empantanan. Quedan
enérgicamente inmóviles, sin tracción para el avance. No logro captar el
motivo.
Lo tomo entre las manos y lo zarandeo buscando respuestas. Lo percibo
amordazado. No… está adormecido. Le pregunto por lo que está sucediendo, y
logro escuchar una risita irónica embadurnando mi cara, entonces lo interrogo
sentado sobre una silla antigua.
¿Te inmovilizas por amor? ¿Acaso no sientes vergüenza? Y con certeza
afirmo: tal vez eres un sinvergüenza, mentiroso y engañoso, y por varios
motivos ocultas tus movimientos. Has quedado hipnotizado, y anonadado me
contemplas. Rebota un chasquido de dedos.
Hoy no quiero mirarle, ni voltear de reojo mi observancia desconfiada.
Para despistarlo sacudo una alfombra, riego una planta y canto. Le hago creer
que no dependo de él. Lo quiero en su ubicación original, y no en la silla. Su
lugar de pertenencia se encuentra vacío.
Al instante, tira de su inmovilidad recobrando la vida. Me observa, y
vuelvo a quedar atrapada entre distracciones, pero pasados cinco segundos,
regreso tanteando palabras en el aire.
Sentado frente a mí, le balbuceo: te he puesto en penitencia. Soy
consciente, él me escucha. Clickclea con un entusiasmo descomunal, como si
la nueva ubicación le agradara. Apenas logro comprenderlo. No quiere a su
lugar primario, me está convenciendo. ¿Por qué? No consigo ver nada
misterioso en su antiguo entorno.
¿Te crees una personita?, le preguntó extrañada, y entre clickcleo y
clickcleo se vuelve a reír.
Solo, sentado frente a mí recobra vitalidad. La silla lo contiene. Su
asiento de gramilla acolchonadamente fresca, lo acurruca, y el respaldo, un
verdadero apoyo manual de contorsiones artísticas, lo asiste.
La silla será solo tuya si sufres metamorfosis humanoide. Nuevamente,
lo miro y le hablo, aunque no sirve de nada. Intento hacerlo razonar conmigo:
este no es tu lugar. Aquí no puedes quedarte. Lo agarro con delicadeza y
regresa a su origen. En mi oído murmura presuroso: ¡Apúrate!, ya es tarde. Le
sonrío. La araña, desde su tela, acompaña mi mirada. Pierdo la concepción del
tiempo, y una tras otra, enumero las horas clickcleando. Él se desvanece, y el
tiempo avanza sin noción. Otra vez la misma historia: vuelve a la silla. Le gusta
la penitencia, y a mí el tallado y su lustre.
¿La saborea? o ¿será su compinche?
Arribo a una insólita conclusión: es haragán y solo trajina sentado,
aunque tal vez me quiera cerca, contemplándolo minuto a minuto, segundo a
segundo. Quizás me quiere más que a su vida robótica, y desde la
contorsionada delira sin interferencias.
El clavo está vacío, y el reloj me mira. Ticktock, ticktock, ticktock, se ha
obsesionado conmigo.
Karin Perdomo

No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por tu comentario