Quiero compartir con ustedes este relato, aunque sé que es extenso,pero me gusta mucho por ser exactamente un a descripción de un pueblo que conocí hace más de 25 años y al que vuelvo con mucho cariño cuando tengo la posibilidad.
Km 680 (*)
Una densa polvareda le impedía ver con claridad el
tamaño del pueblo. A medida que la camioneta se acercaba a la entrada, se
podían divisar las casuchas bajas despeinadas por el viento. Eran todas
iguales, con el mismo color que aparecía en esa foto vieja que tenía guardada
en la guantera. La foto se la había dado su abuelo, cuando él aún era un pibe y
no entendía mucho eso de querer irse al interior y no ser uno más en la ciudad.
- “Conservala”, le dijo, “ alguna vez
lograrás cumplir mi sueño, cuando cumplas con el tuyo”, y él le hizo caso, sin
saber por que.
Valentín se acomodó un poco el pelo ensortijado por el
viento. El calor aumentaba a medida que se alejaba, los carteles que indicaban los kilómetros, le parecían más
distanciados unos de otros, y los pueblos ya no se veían desde la ruta.
Manejar tantas horas se le había hecho pesado, no
estaba acostumbrado a hacerlo, y menos solo. Esa era la primera vez. Por eso,
se había detenido un rato a mitad de camino para refrescarse y comer algo,
acostarse a la sombra de un árbol en un parador y cargar combustible. Los
pueblos ya se estaban alejando unos de otros y acababa de cruzar el límite de
la provincia.
Se cerró la
camisa, subió otra vez a la camioneta y manejó despacio, como queriendo abarcar
todo con la mirada.
En el km 680, detrás de un grupo de árboles, apareció
por fin el letrero del acceso.
El asfalto desmejorado estaba bordeado de álamos, a
igual distancia unos de otros, seguramente plantados hace mucho tiempo, cuando
el pueblo era apenas un proyecto en el medio del desierto. Recorrió el lugar
con tranquilidad, para conocerlo un poco antes de llegar a su nuevo hogar.
Seguramente no estaría muy lejos, no eran tantas las
cuadras que lo separaban de los campos inmensos, plenamente cultivados.
Se detuvo frente a la plaza, donde la
estatua de un bombero valiente, sobresalía orgullosa entre el verde y prolijo
césped, bajó la ventanilla y respiró profundo, como queriendo tomar todo el
aire de golpe y llenarse los pulmones de pureza y frescura, pero solo logró que
el polvo se le metiera aún más adentro...
La plaza estaba tapizada de flores,
todas acomodadas en canteros prolijamente
preparados para formar oasis de colores.
El viaje había sido largo, pero
comenzó a sentir que valía la pena.
Cruzó las vías , y vio la estación
bastante abandonada por el tiempo, dos silos desafiantes en frente, y un
caballo atado a un árbol, que imploraba por un poco de agua fresca.
La calle central, mejorada, tenía un
boulevard con luces de mercurio, una de las pocas muestras de progreso.
En la segunda cuadra, asomaba tímidamente
la cúpula de la iglesia, que tenía una cruz bastante oxidada por el tiempo, y
tres hermosos vitrós esperando una mano compasiva que les saque la tierra ,
para lucirse plenamente con la luz del sol.
Las paredes necesitaban un poco de
pintura, se notaba que hacía años nadie prestaba
atención a su fachada poco imponente.
Era el punto de reunión dominical, el encuentro de la gente del pueblo, para
enterarse, seguramente, al final de la misa, de las novedades.
En la cuadra siguiente, el Edificio Municipal, la Sala de primeros auxilios, la Comisaría y el Juzgado
de paz. Frente a ellos, una canchita de fútbol con dos arcos algo torcidos y
una tribuna improvisada con troncos resecos.
Le ganó el cansancio y decidió ir hasta la casa. Las
calles tenían carteles pero los nombres estaban ilegibles, y miró hacia un lado
y otro hasta que una mujer que caminaba bajo el sol, lo miró desconfiada. El le
preguntó por la dirección que llevaba anotada en su agenda y le agradeció con
la cabeza. Se dio cuenta que ella siguió mirándolo, hasta que desapareció en la
esquina.
Independencia 41, apareció de golpe frente a su vista.
La casita estaba un poco descuidada, pero le gustó eso del jardincito adelante.
Tenía el frente de ladrillos, unos yuyos que alguna
vez fueron pastitos bien arreglados era todo lo que quedaba del antiguo jardín.
Un arbusto enorme contra la pared de un costado, tapaba un poco la ventana de
lo que se suponía, sería un dormitorio.
Valentín no sabía mucho de plantas, pero esa la
reconoció porque su madre tenía una igual en el patio de su casa. La Santa Rita pedía a
gritos un poco de agua, y bajaba sus ramas
como pidiendo por favor que alguien se apiade de ella.
- “Ya me voy a encargar de ustedes”,
dijo en voz baja, y se acercó a la camioneta.
Respiró hondo otra vez, abrió el
portoncito apenas enganchado con un alambre, y entró.
Sin prisa, buscó las llaves su el
bolsillo y abrió la puerta del frente. Todo estaba ordenado, un poco de polvo
cubría las cosas pero no era para tanto, por suerte alguien se había ocupado de
tapar lo más importante.
Miró alrededor. Le gustó. Bajó su valija, los bolsos repletos de ilusiones y
el grabador que lo había acompañado en tantas noches de vigilia, entre libros y
apuntes de la facu, café de por medio y con
música de fondo de algún buen programa nocturno.
Lo primero que hizo fue sacarle la
tierra al escritorio, y apoyar ahí el cuadro con su diploma nuevito, hasta que
encontrara un clavo y un martillo entre tantas cosas por acomodar.
Decidió ahí nomás que el consultorio
estuviera al frente, era chico, pero luminoso, lo necesario como para ver desde
la ventana la plaza con la estatua del bombero y los canteros con flores.
El cuarto del fondo sería el suyo, y
allí llevó su ropa, la colgó pacientemente en el ropero de madera, lustrado
como se hacía antes, a mano.
Encendió el calefón, se dio un baño y
comenzó a ordenar, con la parsimonia que increíblemente ya se estaba
contagiando .
Casi al anochecer, terminó de sacar las muestras de
medicamentos que le habían dado en
Buenos Aires, y las puso por orden alfabético en la vitrina , la cerró
con el candadito y se sentó en el enorme sillón del comedor.
-2-
Cuando estaba preparando el agua para
tomar un café, se dio cuenta que la alacena estaba vacía. Tomó las llaves de la
camioneta, y apenas salió al patio, escuchó unas manos fuertes golpear en el
frente.
- “Doctor Valentín Valle, soy Jacinto
Moro, puedo pasar?”
- “ Si, claro, le respondió, estaba
por salir a comprar algo para aprovisionarme. ¿Cómo supo que había llegado?”
- “Ah, no se preocupe, que ni bien
entra alguien desconocido al pueblo,
enseguida se corre la voz, además lo estábamos esperando, y por la alacena,
descuide, acá le traigo algo como para
empezar, si no le molesta”
Y le entregó una caja con algunas
cosas básicas, hasta que pudiera ir él mismo a la despensa a surtirse.
- “Debe estar cansado por el viaje,
seguramente, pero le cuento que yo vivo acá al ladito y que ya mañana a primera
hora tiene sus pacientitos para atender. Verdaderamente lo necesitábamos
doctor... Desde que Don Juan falleció, estamos un poco abandonados a la mano de
Dios. Bendito sea quien lo envió acá”.
Y le besó las manos como quien recibe
al mismísimo ángel de la guarda.Valentín por un momento sintió que era un
enviado del cielo.
Todo era como lo había soñado, ser
médico rural, desde que comenzó la Universidad, y lo iba a lograr.
No pudo dormir esa noche. A cada rato
miraba la lucecita del radio-reloj que estaba sobre la mesa de luz, y no se le
pasaba más el tiempo.
No era su costumbre dormir mal, pero
la ansiedad por el nuevo lugar, la nueva vida, lo tenía en vela.
¿Cómo lo recibiría la gente?
Lo preocupaba poder desempeñarse tan
profundamente como había tomado su carrera, con mucho esfuerzo, dedicación y
amor a los chicos.
El sabía con exactitud cuál era su
objetivo y había llegado hasta ese lugar para cumplirlo.
Trató de dormirse, y ya era casi de
día cuando pudo lograrlo. El canto de un gallo lo despertó. Se levantó alegre,
de muy buen ánimo y dispuesto a enfrentar ese nuevo desafío
.
Volvió a tomar un baño, esta vez
tratando de ocupar el tiempo necesario para disfrutarlo, ya que en Buenos Aires
siempre lo hacía apurado, muchas veces mirando el reloj para no llegar tarde a
alguna clase o a alguna práctica del hospital.
Había elegido clínica general, aunque
la pediatría era lo que lo fascinaba. Todo era útil, más si la idea de irse al
campo estaba dando vueltas en su cabeza, ya desde ese tiempo.
Había terminado hacía un mes apenas,
y su título estaba ya enmarcado para ser colgado en su nuevo lugar, esperando
el llamado que le indicara cuando viajar a ese pueblito del sur, el de la foto
del abuelo, aunque supiera que el viaje era largo y tedioso, pero con la
convicción de comenzar algo interesante y comprometido.
Puso el agua para hacer café, pero lo pensó mejor y
preparó unos mates, aunque no estaba muy ducho en esa tarea, pero seguramente
alguien estaría dispuesto a enseñarle. Se
puso su delantal blanco, inmaculado, planchadito por la
mami la noche anterior.
Atendió el primer golpe en la puerta. La abrió, y la
carita de su primer paciente lo sorprendió.
- “Doctorcito, bienvenido. El es mi hijo el Ismael,
necesito que lo vea porque anoche no nos dejó dormir. Me parece que son los
oídos, y como ahora tenemos doctorcito en el pueblo, no quise ponerle los
remedios caseros de la abuela, hice bien?”
Respiró hondo, eso de ponerle artículos a los nombres
propios era una costumbre que él no tenía , pero sintió que era el comienzo de
algo bueno, y agradeció haber tomado la decisión de abandonar la ciudad.
Seguramente lo extrañarían, pero pronto vendrían algunos de sus amigos a visitarlo, y el los recibiría con un
matecito recién preparado y una tortita casera quizá, regalada por algún
vecino...
Silvia
Mabel Vázquez-derechos reservados
(*) publicado en el libro “Rocío de palabras" 2012