viernes, 13 de junio de 2025

Escritora invitada: CristinaVilli- De su libro "Del otro lado del océano y otros cuentos" - Medias con corazones (primera parte)

 El destino son las decisiones que tomamos a lo largo de la vida, hasta las que parecen insignificantes …    

 María Duenas



 

                                                           


Medias con corazones



No empecé bien en este hospital muy reconocido en todo el país por formar médicos de un nivel académico alto. Me presenté a un concurso y después de rendir dos exámenes logré entrar. Nadie me regaló nada ni lo pretendí jamás. Soy una buena psiquiatra. A mis treinta y cuatro años tengo ya seis de especialización en psiquiatría infantil. Estoy conforme con mi trayectoria profesional hasta este momento.


Con mis colegas prefiero mantener un trato distante. A veces percibo cierto rechazo por parte de ellos. Tal vez piensen que soy arrogante. No saben que es mi timidez lo que me impide ser más expresiva.


Los que sí me quieren y me lo demuestran a diario son mis pacientes. Con los niños me permito mostrarme como soy verdaderamente. Me conmueven cuando los veo sufrir. Por eso dedico mi vida casi por completo a ayudarlos.


Según lo que pude observar, aquí se trabaja en equipo. Voy a tratar de integrarme. De otra manera, será difícil que me nombren jefa de servicio algún día.


Esta mañana camino hacia mi consultorio por un pasillo lleno de médicos. De repente, se me cae la carpeta que llevo bajo el brazo  Hago el intento de levantarla rápido, para que no me la pisen. Pero es tarde. Alguien le pone un pie enorme encima. No puedo creer lo que estoy viendo. El zapato viene acompañado por una media con ositos. Qué ridículo. En semejante pie de un hombre muy alto, según compruebo al levantar la cabeza.


-¡Perdón! ¡Permitime! - me dice en un intento por auxiliarme.


Lo miro con rabia. Mi carpeta nueva de cartulina verde claro con las historias clínicas de mis pacientes, toda manchada.


-¡Qué torpe! ¡Cómo no la vio! - pienso.


 Pero no le digo nada. Me guardo las palabras. Encima de que tengo fama de antipática, no voy a maltratar a un desconocido de entrada. El enojo y la falta de lentes me impiden ver su nombre bordado en el delantal.


- No tiene importancia - le contesto con gran esfuerzo.


 Disimulando mi disgusto comienzo a caminar apurada sosteniendo con más cuidado la carpeta con pisada incluida.


Trabajo toda la mañana. Preparo una clase y tengo una reunión de supervisión con mi equipo.Trato de mostrarme amable con mis colegas. La jornada ha sido intensa y estoy agotada. Durante todo el día me sentí bastante mal. Una molestia persistente en el vientre con las horas se transforma en un dolor agudo, al que se le suman náuseas y unas líneas de fiebre.


 Decido hacer una consulta. La secuencia a partir de este momento es veloz. Me revisa el clínico de guardia. Un análisis de sangre y me informan el diagnóstico. Una apendicitis aguda que debe ser operada cuanto antes. Un cambio de planes repentino. Pero al parecer ya no soy yo quien toma las decisiones. Otros tienen ahora el control de mi vida o al menos, el de mi cuerpo. Porque todo sucede demasiado rápido. 


Cuando me llevan al quirófano una enfermera se acerca al costado de la camilla y me habla con tono maternal.


-Tranquila doctora, va a estar en las mejores manos, la opera el doctor Ignacio Insúa, el jefe de servicio- me dice sonriendo.


Ya en la sala de operaciones y un poco atontada veo muchas caras a mi alrededor. Creo reconocer entre ellas al de las medias con ositos. Pensar que él sea el cirujano a cargo me hace sentir peor.


-Cuente hasta diez, Leticia - escucho una voz a mis espaldas.


Una semana después, ya incorporada nuevamente a mi trabajo, paso toda la mañana repasando lo sucedido el martes pasado. El doctor Insúa resultó ser el de las curiosas medias. Los hechos me demostraron que estaba equivocada. Debo reconocer que es un colega competente y por lo que estuve investigando, con una trayectoria profesional bastante interesante. Sigo pensando que es un poco excéntrico. Pero hoy, cuando me revisó, me gustó sentir sus manos palpando suavemente mi abdomen. Miré de reojo sus zapatos cuando se cruzó de piernas. Esta vez llevaba puestas medias con corazones.


Durante todo este tiempo después de mi operación seguimos encontrándonos en el bar del hospital. Compartimos charlas a las apuradas mientras tomamos un café. Un saludo en los pasillos o en el ascensor.


Un día Ignacio aparece en mi despacho. Yo estaba terminando de completar las historias clínicas de mis pacientes. Él, de guardia. Pasamos horas conversando sobre nuestras vidas. Me cuenta que es viudo y que tiene una hija. Su mujer había muerto en forma repentina cinco años atrás, siendo muy joven. Y que sus padres viven en el campo, en Pergamino, donde él había nacido y se había criado hasta instalarse en la capital, para empezar Medicina.

Apenas interesante es mi propia historia. Le describo a una adolescente con anteojos y aparatos de ortodoncia, algo gordita, poco amante de los deportes, excelente alumna, eso así. Le comento que tengo mi revancha en el anonimato de la facultad, donde disfruto de ser una más en la multitud. 


-A excepción de mis notas, siempre las más altas en todas las materias- agrego sin ninguna modestia.


No sé cómo en el transcurso de nuestras charlas, me atrevo a recordar momentos de mi pasado, bien guardados. Ignacio logra que yo me abra plenamente a él.  Le confieso que cursando el cuarto año de la facultad me empezó a gustar mi compañero de estudios. Junto con mi mejor amiga los tres formábamos un equipo perfecto. Lo que le faltaba a uno lo tenía el otro. Éramos inseparables. Sólo que yo mantenía en secreto lo que me pasaba con él desde hacía rato. Lo disimulaba muy bien. Hasta que una tarde los encontré juntos. No se habían animado a decirme que se habían enamorado. Me costó mucho aceptarlo. Me alejé de a poco de mi mejor amiga y busqué formar otro grupo de estudio con distintas excusas. La especialización me llevó por caminos distintos y finalmente me dediqué por completo a mi profesión.


Sonriendo le confieso que si bien ya no uso aparatos y consigo estar delgada gracias a privarme bastante de los dulces, la imagen que me devuelve el espejo sigue siendo la misma de aquella época. Reconozco que mi seguridad viene por el plano profesional. Me apasiona lo que hago y estoy feliz de haberme dedicado a la psiquiatría. Y después de haber asistido a un par de congresos en Europa sobre estrés postraumático infantil sueño con seguir algún día mi capacitación en el extranjero..


Es agradable tener estos encuentros con Ignacio. Aunque no quiero llevar esta relación de simple compañerismo a otro plano. Mi trabajo me demanda toda la energía.Tener que compartir mi vida con otra persona no me entusiasma para nada. Estoy muy bien así, sólo ocupándome de mí y de mis pacientes.


 Sin embargo, debo admitir que este hombre me descoloca. Me impresionó mal cuando lo conocí. Semejantes pies enfundados en esas medias infantiles, una verdadera excentricidad. Pero me gusta la forma como habla y las cosas que dice. Es directo y sencillo. Observo a menudo con qué respeto y admiración es tratado por todo el personal. Entiendo lo que genera en los demás, a medida que lo voy conociendo. No sólo es un buen médico. Es su forma de llegar a los otros.


- Simple empatía. A él le brota con naturalidad y eso me conmueve, a pesar de mis resistencias- pienso y continúo con la redacción de un informe.



Casi tres meses después de aquella charla en mi consultorio toco el timbre del departamento de Ignacio, mientras sostengo el paquete con el helado 


Una niña de pelo claro y anteojos de marco colorado sobre sus ojos celestes me sonríe al abrirme la puerta. La pequeña con síndrome de Down me da la bienvenida y le avisa a los gritos al padre que su invitada había llegado.


-¡Me llamo Mariángeles! ¿Y vos?-  pregunta con curiosidad.


-Yo, Leticia - 


- Ponemos el helado en el freezer ¿te parece bien? - le pregunto mientras comienzo a  maniobrar con el tapado para dejarlo colgado en el perchero de la entrada.


- ¡Claro! ¡Es por acá! - me dice al tomarme de la mano para indicarme el camino hacia la cocina.


- ¡Veo que ya se presentaron! - dice Ignacio al saludarme.


- ¡Vení conmigo, Leticia! ¡ Quiero mostrarte mi cuarto! - me pide Mariángeles tirando de la manga de mi sweater.


- ¿Necesitás ayuda o puedo irme? - le pregunto divertida a Ignacio.


- ¡Tengo todo bajo control! - responde al comprobar la cocción de la carne en el horno

.

 -¡Comemos en quince minutos! - agrega él en voz fuerte mientras nosotras avanzamos juntas por el corredor.


©Cristina Villi





(continúa la semana próxima)

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