Compartimos un cuento de su libro "Del otro lado del océano y otros cuentos"
No hacemos más en la vida que ir buscando el lugar donde quedarnos para siempre
José Saramago
Las voces del silencio
Bajo del tren en la estación Vicente López y empiezo a caminar por la calle Roca hacia el río. La casa hacia donde me dirijo tiene que estar a pocas cuadras. Por suerte me oriento bien con el mapa satelital del celular. Apuro un poco el paso para llegar a la hora acordada. Me gusta ser puntual, además de detallista y meticuloso al extremo. Mi trabajo de técnico electricista así lo requiere.
Sin embargo, a pesar de ser una persona ordenada y previsible hay en mí una especie de desborde. Algo que no puedo controlar, entre tanto aparente equilibrio. Tengo el sentido del oído exacerbado. Puedo escuchar lo que para otros pasa desapercibido, aún a mucha distancia.
Y no sólo eso. Soy capaz de reproducir las mismas palabras que acabo de oír con absoluta fidelidad. Consigo repetir diálogos enteros, inclusive en otros idiomas. Oigo demasiado. Ése es mi problema. A esta altura, ya no sé si es una bendición o un castigo.
El sonido de los pájaros es música para mí. Pero las bocinas de los autos, las sirenas de las ambulancias o los gritos de la gente en la calle me producen tal agobio, que trato de llegar cuanto antes a mi casa provista de aislante en las paredes y vidrio doble en las ventanas. Con frecuencia me coloco tapones en los oídos para aliviar tanta opresión. Aunque descubrí que también el silencio tiene su propio sonido.
El sol brilla tibio en esta agradable mañana de otoño. Camino con placer las tres últimas cuadras desiertas del tranquilo barrio. Reconozco el canto de los benteveos, las golondrinas, las calandrias, los zorzales. No suelo escucharlos en otros lugares de la ciudad. Debe ser por la proximidad con el río. Un verdadero concierto. Momentos como estos son de los pocos que disfruto en la vida.
Aún estoy a ciento cincuenta metros cuando oigo que desde adentro de la casa, un perro comienza a ladrar. Con un ladrido ronco de perro adulto y amigable. Una voz de mujer mayor le habla en francés en tono cariñoso.
Dos horas más tarde doy por terminado el trabajo para el que la dueña de este caserón antiguo y elegante, rodeado de jardines, me había contratado. No sólo arreglé la lámpara de caireles del comedor. También cambié un enchufe de lugar. Además, como escuché que goteaba una canilla del baño del primer piso y algo de plomería entiendo, me ofrecí a repararla.
Satisfecho, me despido de la mujer en perfecto francés. Seguramente por haber escuchado cómo lo hacía ella, segundos antes, al finalizar su conversación telefónica. Madame Junot se sorprende y se queda estudiando mi cara con atención. De repente me pregunta si estaría dispuesto a trabajar en la embajada. Al parecer, había unos cuantos arreglos de electricidad pendientes desde hacía tiempo. Tanto en su propia oficina como en la del embajador, de quien ella es la secretaria. Acepto complacido. El perro me observa desde su enorme almohadón. Ni se molesta en levantarse cuando la empleada doméstica me escolta hasta la puerta de entrada.
Hace casi veinte meses que mi vida cambió por completo. Me pregunto si para bien o para mal. Nunca imaginé que aquella mañana de marzo, cuando conocí a madame Junot en su casa de Vicente López sería el comienzo de esta caótica maraña en la que se convirtió mi existencia. El vértigo de mis días no me da respiro. Y todo por esta particular condición mía de poder escuchar lo que es inaudible para los demás.
De electricista me convertí en secretario personal de madame Junot y una especie de asistente personal del mismo embajador. Eso significa que debo presenciar reuniones a diario para informarle en detalle todo lo que sus concurrentes acaban de decir. Sobre todo los comentarios en voz baja o los dichos en otras dependencias de la embajada.
También lo acompaño discretamente y hago de traductor simultáneo de varias lenguas a la vez, frente a los demás diplomáticos. Voy con él en sus frecuentes viajes al extranjero. En las esporádicas visitas de políticos locales le repito todo lo hablado por cada uno y también lo comentado por lo bajo entre ellos.
A esta altura el embajador requiere mi presencia en forma casi constante. Me siento cada vez más agobiado. Ya no se trata de oficiar de intérprete de todos los que van a la embajada. Tengo que reproducir también palabras dichas por lo bajo o a la distancia. Ésas que muestran los verdaderos sentimientos de las personas. Las que no se dicen delante de los demás por ser inconvenientes.
Este trabajo me está resultando una carga demasiado pesada. Estoy hastiado, a pesar del progreso económico que significó para mí. Llevo hechos varios viajes a París en primera clase. Me acostumbré pronto a tener trajes a medida, zapatos exclusivos, perfumes franceses. Ya distingo los mejores vinos y disfruto seguido de la haute cuisine . Mi natural cortesía y mi apariencia física me ayudan bastante.
Pero me encuentro cada vez más solo en este mundo frívolo lleno de palabras. Las dichas con claridad y las apenas pronunciadas. Cada día que pasa me siento más sofocado. Sumergido en una realidad de signos vacíos de contenido, en donde la apariencia vale más que la realidad. Por momentos, escucharlos se me hace insoportable.
-Ernesto, madame Junot lo necesita en su oficina- me dice su asistente varias veces al día.
- ¡Reunión en quince minutos en la sala de conferencias! ¡Llamen a Ernesto! - escucho a diario a la secretaria del embajador.
Esta tarde, después de una ceremonia protocolar con el canciller francés de visita en la Argentina, logro escaparme un rato para tomar aire fresco. Camino hacia los parques que están enfrente del edificio de la embajada. Me pongo los tapones para aislarme por completo del ruido exterior. Aunque el interior también me resulta difícil de aplacar.
Mientras avanzo con lentitud pisando las diminutas piedras naranjas de los senderos, me doy cuenta de que estoy harto de ser una marioneta a la que otros manejan tirando de sus hilos. Estoy agotado de escuchar y repetir lo que dicen los demás. De haberme transformado en una especie de agente secreto. Como si tener información en este mundo fuera sinónimo de poder.
La verdad, la mentira, lo real, lo aparente giran en una misma rueda donde es muy difícil no quedar enredado entre palabras.
- ¡Merde! - grito de golpe, como escuché tantas veces decir por lo bajo a la educada madame Junot.
- ¡Al diablo con todo esto! ¡Basta! - digo por fin después de haber observado desde lejos por un buen rato a un hombre sentado en un banco, con un libro entre las manos.
- ¡Yo también quiero abstraerme de la realidad a mi antojo, ser el dueño de mi tiempo, salir de esta encrucijada en la que estoy metido! -
Tres meses después de aquella tarde Ernesto enciende la hornalla de la modesta cocina y coloca la cafetera sobre el fuego. Busca la mermelada. Prepara sus dos tostadas. Una vez que todo está listo se sienta frente a la ventana, a disfrutar de su desayuno. Una de las pocas rutinas que trasladó a su nueva vida. Aunque ahora, es la bahía sobre el mar lo que observa con una taza de café humeante entre las manos
Porque a pesar de los cambios de este último tiempo sigue siendo el mismo. Su afán por los hábitos, el orden, la perfección se mudaron con él. A esta pequeña pero sólida casa de Puerto Pirámides, en Chubut, que logró comprar con los ahorros de lo trabajado en la embajada. Sin lujos. En lo alto del acantilado. Con una vista privilegiada del mar y a la vez, resguardada de los vientos.
Fue necesario que tocara fondo al final de aquel tiempo junto a madame Junot, para poder reconocerse. Para elegir. Como sucede a veces cuando alguien enfrenta una crisis. Este cambio de vida al que se animó le provoca una gran expectativa. Intuye que puede ser el primero de otros.
Busca en un rincón de la mesada los dos artefactos eléctricos que reparó el día anterior. Debe entregarlos esa mañana en la única ferretería del pueblo. Su nueva forma de trabajo. Una vez por semana va en su bicicleta hasta un almacén de ramos generales, que provee de todo lo inimaginable a los pocos pobladores de la zona. El dueño le da los aparatos que él debe arreglar y Ernesto se los devuelve siete días después, ya listos.
Al mediodía, mientras regresa a su casa con la carga bien sujeta al portaequipaje, Ernesto siente sobre su cara y sus brazos la tibieza de los rayos del sol. Observa al costado, el mar calmo. Sonríe al pensar que es un día perfecto para sumergirse. Había descubierto el buceo poco tiempo después de haber llegado a Puerto Madryn y ahora siente que este deporte verdaderamente lo apasiona. Se encontró con un mundo nuevo, especial para él.
Fue en una madrugada, dos meses atrás, caminando por la playa. A pesar de la distancia oyó con claridad las explicaciones que un buzo le daba a un principiante. Por casualidad o porque estaba destinado a llegar a su existencia.. Para transformarla, para darle un nuevo sentido. Y así, pronto quiso él mismo hacer el intento de poner en práctica las indicaciones que escuchaba de lejos.
Nunca imaginó que podía entusiasmarse tanto con algo. Entendió con rapidez que el buceo tiene sus reglas, bien estrictas. Pero no le costó asimilarlas. Se entrenó con verdadera disciplina.
-¡Bien valió la pena! - piensa ahora con una sonrisa.
Una hora después baja a la playa y empieza a ajustarse el equipo con precisión. La perspectiva de ir hacia la profundidad del océano le genera adrenalina.
Desde que se instaló en este rincón apartado del planeta, al que ahora percibe como propio, Ernesto siente que respira un aire nuevo. El murmullo de las olas y la letanía destemplada de las gaviotas le causan alegría, le dan serenidad.
Pero es bajo el agua, donde los sonidos de la naturaleza le llegan atemperados, el lugar en el que Ernesto se siente finalmente en paz. Sólo escucha a las ballenas. Se comunican a menudo con él en un idioma sin mentiras ni engaños. En un código que no necesita de ninguna habilidad especial para ser descifrado. Porque es universal y eterno.
Alejado de la superficie, Ernesto comprueba complacido que las voces del silencio son únicas, indescriptibles. La singular compañía que necesita en esta nueva etapa de su vida. Y esto lo convierte por fin, en un hombre definitivamente feliz.
©Cristina Villi


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