El escritor Martín Linares fue el ganador del primer premio de los Juegos de Otoño de SADE Tres de febrero, este año. Compartimos aquí su texto:
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| Martín Linares |
No era un gemido
Abrí los ojos. La habitación continuaba en silencio. No quise adivinar por qué motivo
yo no había sido vendado, pero intuía que no sería un buen designio. Nada se movía,
o al menos no lo escuchaba durante mi ceguera, pero, al volver a ver, no había nadie
allí.
El recuerdo era difuso. Habían destrozado la puerta, habían llevado en andas a los
primeros caídos, habían amenazado a los que, hasta entonces, aún quedábamos en
pie. Allí, cerré los ojos. Pero ¿y después?
Un ruido como de cadenas arrastrándose hacia mí, hasta que el hálito pestilente a
tabaco y vapor de alcohol se acercó a pocos centímetros.
Quería hablarme, supongo, pero no había en su voz algún sentido lógico. Se
esforzaba por llamar mi atención. Mis ojos estaban tan apretados, que no podía
vislumbrar ni siquiera su sombra.
Aumentó su caudal. Pensé que iba a golpearme o
quizás a sujetarme entre los brazos de cadena
que mi oscuridad le había atribuido.
Su respiración era profunda y un estertor tan
íntimo, tan masivo, retumbó en mis
oídos, buscando que mis párpados cedieran ante
la amenaza.
Aquello no era un suspiro, no era un gemido, era realmente un grito. Era un grito sin
voz, sin otro canal que la desesperación, sin otro motivo que la muerte misma.
Tragué saliva y contuve la respiración para no ceder. Allí escuché los gritos, los
pedidos de socorro.
— ¡Mis ojos! —escuché casi al unísono — ¡Auxilio!
Escuché cuerpos caer inexpresivos. En silencio absoluto. Sin voluntad.
Apoyé la espalda en la pared y me libré a la fuerza de mis piernas entumecidas. Creo
que lloré. Estoy seguro de que la mucosidad cubrió mi rostro.
Un pequeño intervalo de ese gemido penetrante me hizo suponer que estaba libre y
entonces, sin abrir los ojos, lancé una patada hacia adelante buscando determinar
dónde estaba mi agresor.
Pero había cadenas sujetando mis pies, no lo sabía, por lo que decidí resistir
inamovible por el tiempo que fuera necesario.
Medusa mataba con sus ojos y los de su víctima, pensé, e intenté calmarme
evocando aquellas viejas canciones con las que la abuela solía despertarnos en la
infancia. Creo que murmuré. Estoy seguro de que mi estertor y su hálito escandaloso,
se percibían a varios metros.
Me acerqué a la figura y quise hablarle, aunque ni un sonido gutural logró escapar de
mi boca.
Todo había sido en vano. No hubo respuesta. No hubo comunicación.
Abrí los ojos. La habitación continuaba en silencio. No escuchaba nada durante mi
ceguera, pero, al volver a ver, no había nadie allí.
©Martín Linares
¡ F e l i c i t a c i o n e s !


Muchas gracias, Silvia! Un abrazo
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