P U E B L O C H I C O
(Festejando el “Día de la Tradición en el pueblo”)
Chacareros y tamberos concurrían al pueblo a hacer las compras al “Ramos generales”, donde además funcionaba una Estafeta Postal y una Oficina Telefónica, y un “apartado” poco disimulado donde se hacían las apuestas de juegos. Una “panadería mecánica” (así rezaba el cartel del frente del edificio), que proveía de pan al pueblito, a las chacras, tambos y estancias cercanas; una escuelita, peluquería y mercería. Y no faltaba el Club Social, con un frontón para los “deportistas”, una cancha de Bochas y una de fútbol. Allí se realizaban los bailes populares los días de Fiestas Patrias y los Carnavales, todo un adelanto para los años ‘40. Al final de la calle, la carnicería con su propio matadero, totalmente “artesanal”, ofrecía el espectáculo de la faena del animal desde el principio hasta el fin, a quien quisiera presenciarlo.
La actividad social no era mucha, aunque no faltaban los boliches donde saciar la sed y el vicio del “juego” de naipes, la Taba, el Tejo y otros “non santos” que seducían a los parroquianos. En esos entretenimientos dejaban el dinero ganado con el sudor de la frente.
Unas letras casi ilegibles, pintadas sobre una chapa oxidada y clavada en el tronco de un añoso árbol que estaba en el mismo terreno, anunciaba que esa vivienda destartalada era una “Fonda y Pensión”, con aspiración de hotel. En ella subsistían unas poquitas personas que trabajaban en el pueblo.
En este singular poblado funcionaba una Usina Láctea donde se pasteurizaba la leche y se fabricaban quesos. Dos de sus empleados también vivían en la Pensión, dado que eran campesinos y no podían viajar a sus trabajos todos los días por la distancia o por las eventuales inclemencias del tiempo.
En el fondo del terreno, un cobertizo medio abandonado servía de chiquero a los cerdos, y un viejo tractor arrumbado de gallinero… Los animalitos paseando por cualquier lugar de la casa, daban un toque pintoresco a la Pensión. El viejo caballo percherón, para todo servicio, permanecía atado largas horas a la sombra de un añoso eucalipto.
El salón con pisos de maderos resecos y crujientes por el paso del tiempo, sin haber sido beneficiados jamás con “una manito de cera”, ni siquiera algo de agua, soportaban cinco mesitas que bailaban sobre el piso desparejo. La barra, mostrador para quedarse charlando y degustando alguna bebida espirituosa, había sido visitado en tiempos mejores por Juan Moreira. El espejo, ya no servía ni de adorno.
El “viejo Roque Pérez”, como todo el pueblo lo llamaba, era un hombre rústico, alto y extremadamente delgado, siempre ataviado a la usanza gauchesca, con botas de caña alta, a las que muy de cuando en cuando le pasaba grasa de potro, lucían “graciosas” en sus piernas chuecas
Los pantalones sucios y viejos los cubría con un chiripá negro con algunos bordados, que alguna vez habían sido blancos, y una valiosa rastra de monedas de plata, los reservaba para lucirlos en Fiestas Patrias y el 11 de Noviembre “Día de la Tradición,” que era su festejo preferido porque se elegía al ganador del año de las carreras de sortijas, sueño que el pobre hombre nunca pudo cumplir porque jamás acertaba a la punta de la vara.
Pasaba los días en su boliche haciendo “sociales, aferrado a la copita de grapa o caña, como para no perder el equilibrio”. Su sombrero negro estaba más tiempo en su cabeza que en el perchero y el pañuelo de cuello, color isabelino, no se lo quitaba ni para dormir.
Doña Ramona, su mujer, grandota y obesa, de cabellos renegridos y desgreñada, cojeaba exageradamente con sus piernas varicosas, y remataba su aspecto desagradable con un diente canino que le salía por debajo del labio superior de la boca, siempre cerrada. Observando su delantal se podía leer como en una carta de restaurante lo que había cocinado durante la semana.
Ambos personajes parecían sacados de una lámina genial de Molina Campos.
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María Julia, después de su paso por la escuela primaria, como a otros en el pueblo, se les terminaba la oportunidad de seguir estudiando. Vivía en el campo, y una vez en la semana iba al pueblo a caballo o en el sulky acompañada de su madre. Hacían las compras necesarias, recogían la correspondencia en la estafeta postal y los diarios y revistas que les reservaban, como “Billiken,” “Paturuzú,” “Para ti” y “Radiolandia”, a las que ambas eran adictas. También el diario “La Prensa”de los domingos. Allí se anunciaban algunos cursos que se podían realizar por correspondencia para acceder a una mejor preparación para “enfrentar la vida”.
María Julia eligió estudiar “Contabilidad”. Durante tres años el comisionista, persona que viajaba todos los días a la Capital en el tren y cumplía los diversos encargos de los vecinos de los pueblos, se ocupaba de llevar y regresar la tarea que la Academia le asignaba a la jovencita. Al final de los estudios María Julia viajó con su madre a la Capital y regresaron orgullosas con el título bajo el brazo, ganado con empeño.
Cuando en la Usina Láctea necesitaron una empleada administrativa ella se presentó y obtuvo el puesto. Su hermano, mayor que ella, hacía dos años que trabajaba en la usina y se alojaba en la Pensión del viejo Roque Pérez, no habiendo alternativas le sugirió a su hermana que se quedara en los días laborables en la Pensión y los fines de semana irían juntos a su casa paterna.
María Julia era una muchacha buena moza, hija de vascos, de elevada estatura, altanera, de carácter fuerte y modales algo bruscos. Estas cualidades despertaron en don Roque Pérez, sentimientos y deseos casi olvidados y no perdía la oportunidad de acercarse a ella, por supuesto cuando su mujer estaba lejos. Usaba una treta para tocarla que nunca le daba resultado porque la tembladera de sus manos le jugaba una mala pasada, y no llegaba al lugar que pretendía.
Este devaneo frustrado lo enloquecía. La muchachita al principio no le dio importancia, pero como cada día se ponía más impertinente comenzó a esquivarlo sin disimulo. Doña Ramona no los perdía de vista y el resentimiento hizo que le tomara ojeriza a María Julia.
El “10 de Noviembre”, después del asado criollo acompañado con abundante vino, las carreras cuadreras, la riña de gallos, la “doma” y otros juegos, don Roque Pérez acostumbraba a seguir los festejos en su “salón”, invitando a payadores y a dos parejas de aficionados a los bailes folklóricos, coetáneos, que a él y a su mujer les fascinaban.
María Julia y su hermano llegaron a las nueve de la noche a la Pensión, para relajarse y poder presentarse lúcidos al día siguiente a sus trabajos. Saludaron a los parroquianos y se fueron a sus respectivos cuartos. A la media noche recién se acabó la música. Al retirarse los bailarines, se acomodaron un poco las mesas, se apagaron los faroles a kerosene y todos se proponían dormir, pero no así don Roque Pérez que con la copita de caña en la mano entró al cuarto de la muchachita y sin mediar palabra intentó abalanzarse sobre ella, sus largas y arqueadas piernas no lo pudieron sostener y cayó cuan largo era al lado de la cama, tirando al piso el farol de kerosene que felizmente estaba apagado. El grito desesperado de María Julia y el estruendo de la caída atrajo a doña Ramona. La mujer era de pocas palabras pero de armas llevar, enceguecida de celos entró al cuarto, pateó al marido y levantó a la muchacha de la cama para pegarle, pero el hombre comenzó a sangrar y lo tuvo que atender. Lo arrastró hasta la pocilga donde dormían y con su delantal le limpió la sangre, le tiró un poco de aguardiente sobre la herida y el marido gritó de dolor y finalmente se durmió.
María Julia trancó la puerta y a pesar del susto que tenía se dispuso a descansar. A la mañana siguiente, cuando salió para su trabajo, el romántico galán aún dormía “la mona”, y para no toparse con su mujer, María Julia se fue sin desayunar.
A su regreso entró tranquila a la pensión, pensando que todo había pasado, pero al llegar a su cuarto encontró a Doña Ramona portando un palo dispuesta a pegarle. Salió tan rápido como pudo, pero la mujer que estaba preparada le arrojó una soga y la enlazó. La arrinconó detrás del mostrador de las bebidas, a tirones le sacó la ropa, la arrastró hasta el sulky que premeditadamente había atado en el palenque y la obligó a sentarse en el pescante, al lado de ella. La ató y desnuda la paseó por todo el pueblo y a voz en cuello diciendo a quien quisiera escucharla que había seducido a su marido.
Rápidamente se corrió la voz y todos los vecinos salieron a la calle. Ningún habitante del lugar creyó que María Julia deseara tener un “affaire” con el viejo Roque Pérez, pero nadie se prohibió del espectáculo nunca visto antes en el pueblo, ni más allá. No conforme con lo que había hecho hasta entonces, Doña Ramona la llevó a la estación, la bajó a sopapos y allí la dejó sentada en un banco como Dios la trajo al mundo, hasta que su hermano la rescató.
La despechada mujer esa noche durmió en el calabozo y María Julia y su hermano buscaron trabajo en otro lugar.
©Leonor Pires.
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