viernes, 10 de junio de 2022

Cuento: Duende travieso

 

Duende travieso


 


Era tan gracioso que el solo verlo aparecer ya iluminaba mi cara con una sonrisa enorme.

Había sido habitante de la casa mucho tiempo atrás, pero nunca lo supe hasta ese día.

En realidad, eso de creer en duendes y hadas no era lo mío. Una mujer tan pensante y realista no podía siquiera imaginar esas cosas.

Era habitual que comprara  imágenes de duendes y hadas, pero por simple diversión, y quedaban  lindas sobre los muebles o colgadas de las arcadas de casa.

Jamás imaginé que llegaría a ser tan “creyente” de estos diminutos personajes hasta que lo conocí a él, hace un año atrás.

 Hacía mucho calor, el ventilador de techo ya no daba abasto a cubrir mis necesidades y decidí trasladarme al otro cuarto, deshabitado desde que Juli había partido.

Vivo sola, acompañada por sus fotos, desparramadas por toda la casa, de mi perra Luna y de alguna que otra calandria que deambulaba en el jardín en búsqueda de lombricitas para llevarle a sus crías en el nuevo nido construido entre las ramas de la camelia.

El tema preocupante por la noche eran los ruidos. Nunca me acostumbré a dormir de un tirón. Además de miedosa era insomne, desde hacía un par de años. Me despertaba por cualquier cosa.

Aquel día, además del calor, había un sonido que  venía escuchando desde hacía una semana.

Ni bien apoyaba la cabeza en la almohada, un crujido detrás del mueble de roble del dormitorio me despertaba. Me sentaba en la cama, intentaba escuchar con atención, con la luz encendida, y nada. Apagaba la luz, apoyaba la cabeza y  otra vez, el mismo ruido.

Ya me estaba poniendo molesta por eso, y le comenté a Miri que era una fanática de las cosas “raras” :hadas, duendes y esa cosas que para mi eran inexistentes en la realidad.

Ella, que siempre creyó en las fantásticas históricas, me explicó que en algunas casas habitaban pequeños seres que a veces, eran buena compañía y otras por el contrario, eran provocadores de pesadillas y molestias nocturnas.

Cuando corté el teléfono, me quedé pensando en todo lo que me dijo. Tendría que hacerme a la idea que realmente existían esos diminutos seres, de estatura mediana, de carácter susceptible y de costumbres nocturnas.

Ahí me cayó la ficha. Nocturnas…mmm ¿podría ser que hubiera un duende en el cuarto?

Me reía de mi  misma pensando esas cosas, pero aquella situación me estaba intrigando un poco. Si lo contaba me iban a decir que estaba loca . El tema es que esos raros y repetitivos sonidos nocturnos, se sumaba al a extraña desaparición de objetos dentro de la casa. ¿A usted no le ha pasado de dejar guardado algo y cuando lo fue a buscar no estaba? Seguramente aparecía unos días después , justo en el mismo lugar donde había estado buscándolo.

Muy a pesar de las extrañas respuestas que obtendría, volví a preguntarle a Miri, que tenía una pequeña biblioteca “duendenesca” como yo le decía. Me volvió a decir que existían, obviamente más convencida que yo, aunque a esa altura, creo que me estaba autoconvenciendo.

¿Usted no escucha crujir los muebles en plena noche? Yo sentía que alguien andaba corriendo por atrás de las macetas y acurrucándose en los rincones. Así que ya era tiempo de averiguar quien o quienes eran esos extraños personajes de una vez por todas.

La mañana soleada me invitó a salir al patio e iniciar la tarea de regar las plantas y tender la ropa que había lavado temprano.

Detrás de un incipiente brote de azalea, comida por las hormigas, estaba el anillo azul que había buscado anoche.

Cuando me agaché a verlo, escuché una risita traviesa que disparaba para el otro lado del patio. No había dudas, lo que había leído sobre ellos era cierto. Esperaba a la noche para que apareciera el extraño personaje y que se hiciera visible. La caída del sol me había dispuesto a esperar, y nadie iba a impedírmelo.

 Preparé sobre la mesa, algunos dulces que tenía guardados en el cajón de mi mesita de luz, para saciar mi ansiedad cuando extrañaba a Juli.

Los puse sobre la mesa de la cocina, apagué la luz y esperé.

Un rato después, la mesa vibró un poco y se oyó el ruido del papel del caramelo.

Encendí la luz. No hizo a tiempo a escapar. Esa vez lo ví, ahí parado, temblando ante mi presencia, y con cara de susto.

Tenía los ojos enormes, pero brillantes. Una mirada tierna a pesar del miedo. Las orejas eran puntiagudas y bastante más grandes de lo normal.  Vestía algo así como un camisón largo, con puntas en el borde, de color azul, y un sombrero con una hebilla negra en la parte de adelante.

Se quedó inmóvil, mirándome. Acerqué mi cara a su cuerpo diminuto, apenas podía escucharlo. Tenía los brazos extremadamente flacos y largos, y los dedos parecían ramitas de árboles recién plantados. No llevaba calzado, a pesar que ya estaba haciendo un poco de frío.

 

-       Por favor, no me lastimes, dijo . No quiero hacerte daño. Solo quería divertirme. Sabía que esto iba a salir mal, y eso que él me lo advirtió. ¡Qué tonto soy! ¡Qué tonto soy! , decía mientras se golpeaba la cabeza con su puñito diminuto.

-       No te golpees, nadie te va a hacer daño. Solamente Quería verte, sabía que algo había escondido por ahí, y lo descubrí…por fin.

 

Tuve que acercarme mucho a su carita  para que su voz se escuche clara. Sonaba infantil y aguda, al mismo tiempo dulce.

Creo que estaba más asustado que yo, el pobrecito.

 

-       ¿Quién es el que te advirtió que esto pasaría?,  ¿Alguien te acompaña?

-       No,no, nadie. Y mientras decía esto, se hacía hacia atrás, como escapando.

-       Mirá, no te preocupes, yo no pienso hacerte daño. Lo que me gustaría saber es quien sos y cómo apareciste en mi casa. ¿Sabés? Nunca creí en duendes, pero se ve que estaba equivocada.

 

Me miró de arriba abajo, estudiando cada movimiento de mi boca y de mis manos. Se

Acercó muy despacio hacia mí y se sentó en el borde de la mesa, con las piernitas colgando, y los brazos cruzados.

 

-       Me parece que puedo confiar en vos,  me dijo. A pesar de haberte estado observando durante un tiempo, nunca estamos totalmente seguros que la persona de la casa sea tan confiable como para no matarnos de un escobazo como hacen con las pobres cucarachas o las hormigas. En este caso – y se rascó la nariz- me huele a que sos inofensiva.

      Siempre tenemos una misión. No vamos y venimos por nada. ¿Sabés algo?

      Estoy feliz que me hayan encomendado acompañarte. Se que estás muy sola   y necesitás compañía, lo que quiero saber es si me aceptás. En caso de aceptarme, hacemos el pacto y listo. Tenés que estar muy segura, porque es para siempre.

 

Y mientras decía “para siempre” cruzaba sus deditos largos sobre su boca, como un juramento.

 

Vivimos juntos hasta hace muy poco. Como a los duendes hay que ponerles un nombre (ya que no vienen con el nombre, como los humanos), decidí llamarlo Ale.

Me acompañó en mis días tristes y en mis pocos días alegres. Compartimos los caramelos mientras mirábamos películas cómicas que terminaban muy de madrugada. Me esperaba escondido detrás del macetón del patio, cuando salía el sol. Y como le gustaba jugar con mi pelo, algunas mañanas amanecía con unos extraños peinados, que me costaba desenredar.

Aprendió a tomar mate, a poner el mantel (eso si que le costaba un poco). Encendía la tele y hasta podía colocar las películas en el reproductor de CD, con bastante esfuerzo, ya que eran tan grandes como él.

Un domingo de septiembre, abrí los ojos de repente. Alrededor de mi cama estaban mis amigos. Algunos con lágrimas en los ojos, otros sonriendo. No entendía qué estaba pasando. Intenté incorporarme pero no pude.

 

- No te levantes, me dijeron. Tenés que cuidarte. Fueron muchos meses, Ana, pero por fin despertaste.

 

Levanté la almohada. Deslicé la mano por abajo,  buscando. No había nadie ahí.

Cerré los ojos y me dormí de nuevo. A lo mejor detrás del macetón aparecía Ale para tomar unos ricos matecitos.

©Silvia Vázquez

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