Trasiego
La casa se mueve.
Levanto la mirada hacia el techo buscando una pizca de comprensión, e
inmediatamente los párpados caen como hierros pesados. Quedan pegados al
piso en donde los rectángulos observan simétricos, sin decir una sola palabra.
De repente, cambian de color y recobran la vida. Retuercen su
geometría invitados por el ruido sonoro que mi sordera frena, y saltan hasta el
techo, quedando adheridos. Forman otro piso de planos opuestos.
Sin contentarse se requiebran, pierden brillo, y raudos, esperan arrancar
de mi boca algún vocablo aterrador o desesperante.
Nada... solo la mudez se escucha y mis ojos nuevamente se inquietan.
Cambian de color entre almendras, avellanas y esmeraldas, y comienzan a
danzar al ritmo de la casa.
De vez en cuando, los ventanales conceden permiso al sol para moverse
hacia un rincón frío y desolado. En lucha constante, las nubes chocan contra
los vidrios. Uno, estalla desperdigando miniaturas hacia las paredes. Las
diminutas partículas se esparcen en hilos de colores, y rebotan sobre los
muebles desafinados.
La mirada me empuja hacia las botas. No las alcanzo. Entre potros y
bombos ellas pulsan adheridas al viento. Se alejan.
Los rectángulos, cansados de tanto salto, vuelven a caer simétricos
hacia el piso, en un constante ciclo de movimiento y sonido.
Por momentos, el tempo es débil, y otras veces, el compás deviene con
fortaleza inaudita.
¡Tiembla el malambo al ritmo de las mudanzas!
©Karen Zapphire
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