viernes, 3 de enero de 2025

Escritora invitada: Karen Zapphire

 Pórtico del alma



Dicen las malas… o también las largas, aunque realmente lo diría convencida

de las lenguas buenas e inspiradoras, que “los ojos son las ventanas del

alma”—murmuró Alma pensando en ella, mientras la embriagaba una noche de

tormenta.


—¡Qué ironía de la vida! —exclamó, y sonrió hacia sus adentros, con la

mirada colgada de las corneas de sus ventanales, multiplicadas por dos,

mientras las lenguas colgaban sedientas. Y en un pensamiento corredizo la

atrapó Cicerón con pendientes enredados en los oídos: “El rostro es el espejo

del alma y los ojos sus delatores”, y después Mateo, envuelto en una manta de

piel de duraznos: “Tus ojos son ventanas que dan a tu cuerpo”.


Y esa noche, Alma prosiguió hurgando con la necesidad humana de

encontrar un algo que le trasmitiera otro algo, aunque fuese inconcluso.

Aunque degustara un sabor amargo por no poder hallar lo tan ansiado, al que,

una vez con ella, y en un descuido o tal vez no, bautizaría con un nombre

trascendente.


En la madrugada, vacía de pensamientos, y nuevamente hurgando en lo

inconcluso, de la nada apareció un artículo perdido: desde la perspectiva de la

neurociencia los ojos “son como una ventana al cerebro”, entonces leyó esa

frase trascendental y la invadió la extrañeza. Respiró hondo y maduró:


—Tal vez podrían llegar a ser puertas y no ventanas ni espejos. Y tal vez

el alma está en el cerebro o en el corazón. O quizás entre la piel o sobre ella. Y

por qué no fuera del cuerpo. ¿Por qué? —se preguntó atrapada en una

nebulosa— ¿Quién es el dueño de la verdad terrenal? Universo, ¿podrías

decírmelo? 


Y aunque nadie replicaba, entendía que los ojos podrían

transformarse en verdaderos portales hacia el alma. La embargó un

sentimiento de espiritualidad infinito, de esos que flotan como pluma perdida.

De esos que rejuvenecen cuando la noche se acerca y los pétalos se

marchitan.


Con la mirada simultánea pensó en un pórtico arquitectonicamente

hermoso, sin importarle el estilo, aunque le agradó imaginarlo formado de

columnas monumentales erguidas como pedestal. Y después sentirse

dulcemente succionada por las arquivoltas de ojos románticos y sensibles, en

una danza constante con el mainel y el dintel. Y también con tímpanos afinados

entre violines vivientes y ruiseñores altivos, de partituras al viento jugando entre

blancas, negras y corcheas.


—Ojos, cuerpo y alma. Ventanales, espejos y pórticos… —una y otra

vez regresaba al mismo razonamiento, cargada de poesía y eternos

sinsabores. Y se preguntó—: Alma, ¿qué es lo que te inquieta?, tan

imperceptible que ni siquiera palpas. ¿Acaso es el sabor amargo del insomnio

que en las noches busca colarse por el pórtico? ¿O la dulzura de la

hipersomnolencia aferrada al día?


Un dolor furioso, sin poder determinar desde qué rincón provenía,

recorrió su cuerpo partiendo desde la primera flor de su cabello hasta la punta

de la uña encarnada del meñique. 


Su voz interna le habló—: Tal vez es el

corazón, o quizás el cerebro— Alma no lo vislumbró desde las neuronas de su

cerebro, aunque estaba consciente del poder de este sobre su pensamiento y

emociones; sobre su conducta y sensaciones. Tampoco era un dolor que

repercutiera al compás de lo físico, pero con la profundidad de las Marianas,

dolía como nunca antes y lo asoció a un rincón del corazón alejado de su

tejido, y también al alma partida en dos. Le urgía una fórmula perfumada de

calma. Al amanecer la encontró en su pórtico celestial.


©Karen Zapphire

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