El método
Los caballos robados en un estado y vendidos en otro fueron apenas una
digresión en la carrera delincuente de Morell, pero prefiguraron el método que
ahora le aseguraba su buen lugar en una Historia Universal de la Infamia. Este
método es único, no solamente por las circunstancias sui generis que lo
determinaron, sino por la abyección que requiere, por su fatal manejo de la
esperanza y por el desarrollo gradual, semejante a la atroz evolución de una
pesadilla. Al Capone y Bugs Moran operan con ilustres capitales y con
ametralladoras serviles en una gran ciudad, pero su negocio es vulgar.
Se disputan un monopolio, eso es todo… En cuanto a cifras de hombres, Morell
llegó a comandar unos mil, todos juramentados. Doscientos integraban el
Consejo Alto, y éste promulgaba las órdenes que los restantes ochocientos
cumplían. El riesgo recaía en los subalternos. En caso de rebelión, eran
entregados a la justicia o arrojados al río correntoso de aguas pesadas, con una
segura piedra a los pies. Eran con frecuencia mulatos. Su facinerosa misión era
la siguiente:
Recorrían —con algún momentáneo lujo de anillos, para inspirar respeto—
las vastas plantaciones del Sur. Elegían un negro desdichado y le proponían la
libertad. Le decían que huyera de su patrón, para ser vendido por ellos una
segunda vez, en alguna finca distante. Le darían entonces un porcentaje del
precio de su venta y lo ayudarían a otra evasión. Lo conducirían después a un
Estado libre. Dinero y libertad, dólares resonantes de plata con libertad, ¿qué
mejor tentación iban a ofrecerle?
El esclavo se atrevía a su primera fuga.
El natural camino era el río. Una canoa, la cala de un vapor, un lanchón, una
gran balsa como un cielo con una casilla en la punta o con elevadas carpas de
lona; el lugar no importaba, sino el saberse en movimiento, y seguro sobre el
infatigable río… Lo vendían en otra plantación. Huía otra vez a los cañaverales
o a las barrancas. Entonces los terribles bienhechores (de quienes empezaba ya a
desconfiar) aducían gastos oscuros y declaraban que tenían que venderlo una
última vez.
A su regreso le darían el porcentaje de las dos ventas y la libertad. El
hombre se dejaba vender, trabajaba un tiempo y desafiaba en la última fuga el
riesgo de los perros de presa y de los azotes. Regresaba con sangre, con sudor,
con desesperación y con sueño.
Jorge Luis Borges
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