viernes, 17 de enero de 2025

Narrativa



Andrés, de 25 años, era un mesero en el restaurante "El Encanto", un lugar conocido por su clientela exclusiva y su ambiente elegante. Aunque amaba su trabajo, no lo hacía por pasión, sino por necesidad.

Tenía una madre enferma en casa y luchaba cada día por pagar sus medicamentos. Sin embargo, Andrés siempre mantenía una sonrisa en su rostro, dispuesto a ayudar a quien lo necesitara, porque sabía lo que era estar del otro lado.
Una tarde, mientras atendía a las mesas como de costumbre, vio entrar a una anciana que parecía fuera de lugar. Su ropa desgastada y sus zapatos viejos contrastaban con la decoración lujosa del restaurante.
Miraba a su alrededor, claramente sintiéndose incómoda, pero finalmente se sentó en una mesa cerca de la ventana. Andrés la observaba desde la distancia, notando la tristeza en sus ojos.
Se acercó con una sonrisa.
—¿En qué puedo servirle, señora? —preguntó amablemente.
La anciana, que se llamaba Marta y tenía 78 años, miró el menú con manos temblorosas. Tras varios segundos de silencio, finalmente murmuró:
—Solo un té, por favor.
Andrés anotó el pedido, pero algo en su corazón le decía que no podía dejarla así. Fue a la cocina y, sin que nadie lo notara, preparó un plato sencillo con lo que pudo encontrar: una sopa caliente y un pan. Sabía que probablemente ella no podía pagar por más, pero no le importaba.
Cuando regresó con el té y el plato, Marta lo miró con sorpresa.
—Yo... no pedí esto —dijo con voz temblorosa.
—Está bien, señora. Es por cuenta de la casa —respondió Andrés con una sonrisa sincera.
La anciana intentó contener las lágrimas, y comenzó a comer en silencio, agradecida por el gesto. Después de terminar, Marta lo llamó con voz suave.
—No tengo suficiente dinero para pagar todo esto —confesó, con la mirada gacha.
Andrés negó con la cabeza, quitándole importancia.
—No se preocupe, señora. Está todo cubierto.
Pero en ese momento, sin que ninguno de los dos lo notara, el dueño del restaurante, Don Ramón, un hombre avaro y estricto, había estado observando todo desde la barra. Era conocido por su temperamento severo y su falta de compasión. Caminó rápidamente hacia ellos y, sin previo aviso, gritó:
—¿Qué estás haciendo, Andrés? ¡Este no es un lugar de caridad!
La anciana se sobresaltó, pero Andrés, aunque asustado, mantuvo la calma.
—Solo trataba de ayudar —respondió con voz firme—. Ella no tiene cómo pagar.
—¡Eso no es tu problema! —gritó Don Ramón—. ¡Estás despedido! ¡Vete ahora mismo!
El restaurante quedó en completo silencio. Los otros clientes observaban la escena en shock, pero nadie se atrevía a intervenir. Andrés, aún impactado, asintió con la cabeza, sabiendo que no había nada más que decir. Se quitó el delantal y lo dejó sobre la mesa.
Justo cuando se disponía a salir, la puerta del restaurante se abrió y entró un hombre mayor, con porte imponente y traje impecable. Todos en el lugar lo miraron con asombro. Era Don Álvaro Gutiérrez, uno de los hombres más influyentes y poderosos de la ciudad.
Se dirigió directamente hacia Marta, la anciana pobre que aún estaba sentada en la mesa.
—¿Estás bien, amor? —preguntó, con ternura en la voz, mientras se inclinaba para abrazarla.
Los ojos de todos se abrieron con incredulidad. La "anciana pobre" era la esposa de Don Álvaro, un magnate cuya fortuna era conocida por todos. Andrés no podía creerlo.
Don Ramón, al reconocer a Don Álvaro, cambió su expresión de inmediato. Se acercó nervioso, tratando de explicarse:
—Don Álvaro, yo... no sabía que era su esposa...
Pero Don Álvaro lo ignoró por completo. Se dirigió a Andrés, el joven mesero que había sido despedido.
—Escuché lo que hiciste —dijo con voz firme—. Me contaron que pagaste la cuenta de mi esposa y que te despidieron por eso. Quiero agradecerte por tu bondad.
Andrés, aún en shock, no sabía qué decir. Marta se levantó y, con lágrimas en los ojos, le tomó la mano.
—Gracias, hijo —dijo—. No muchos tienen un corazón como el tuyo.
Don Álvaro se volvió hacia Don Ramón y, sin rodeos, le dijo:
—Este joven ahora trabaja para mí. Y tú —añadió, mirando con dureza al dueño del restaurante—, asegúrate de nunca más tratar así a nadie en tu establecimiento. Porque, créeme, no dudaré en cerrar este lugar si vuelvo a escuchar algo similar.
Don Ramón, pálido y asustado, solo pudo asentir.
Esa misma tarde, Andrés salió del restaurante con una nueva oportunidad en sus manos. Su bondad, que le había costado su empleo, terminó llevándolo a un futuro mejor. Y en ese momento, entendió que a veces, los pequeños actos de generosidad pueden cambiar la vida de maneras que uno nunca imaginaría.
No hay duda de que aún hay personas con buenos sentimientos y muy humanos como en este caso aunque perdió su empleo.
Sin pensarlo se cruzó en su camino el esposo de la Señora a la que ayudó ofreciendo que trabajará para él.
Y el dueño del restaurante una persona sin sentimientos inhumano y soberbio.
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