viernes, 17 de enero de 2025

Escritora invitada: Karen Zapphire

 El saludo


Parecía ser un día más sumado a otro día, con el tangible propósito de la

cuenta regresiva hacia el final del año, en que las personas transitan

raudamente sin percibir quién pasa a su lado. De repente escuché un saludo:


—Buenos días, Doctora


—Buen día, contesté con dubitativa extrañeza, o tal vez dubitativamente

en 3D. 


Mi interior comenzó a parlotear sin detenimiento, apretando el

acelerador a fondo, con un ego sediento de total atención. Tal vez merecía

escucharlo, o quizás no, aunque sin quererlo, se impuso tercamente como

infante caprichoso. Y mis oídos, solo tuvieron la única opción de abrirse ante el

dilema existencial de aquel saludo tan extraño.


—El hombre habló y te llamó Doctora. ¿Cómo supo que eres Doctora?

¿Lo conoces?


—Recién está amaneciendo, repliqué con argumentos certeros. Sin un

café de por medio y en modo zombi, seguramente me ha confundido. O tal vez

la confundida soy yo y me falló el oído.


—No lo creo. Te miró y saludó con total convencimiento de conocerte

de toda la vida.


—Pero... ¡Qué es esto! ¿Un interrogatorio no previsto? ¿Acaso debo

contestarme o estaré sometida a tortura eterna?


En ese instante, percaté que quizás mi interior tenía razón, y había un

fundamento desconocido hasta ese momento; debía descubrirlo. Y continué

con aquel diálogo pasible de ser diagnosticado como desequilibrio mental.


—Recuerda que están las Doctoras en Derecho y las Doctoras en

Medicina —repliqué convencida de mi respuesta.


—¿Doctora? Seguramente hubo confusión de rostro y profesión, o sino

tu cara le resultó tan conocida... Sí, me inclino a sospechar que tu perfil es el

de una Doctora en Medicina, aunque ciertamente no lo seas. O se confundió al

verte pasar por la vereda del sanatorio, y el título fue expedido al toque, con

todas las habilitaciones posibles.


Discrepé con mi interior. Estaba convencida de que ese argumento

carecía de razonamiento certero, y mi frente no llevaba grabada la profesión en

letra de gigantes, gritándola a los cuatro vientos, aunque en mi corazón sí, late

con eco la pasión por ella.


Fue difícil de imaginar pero, al estilo clonación, vislumbré a mi doble

transitando por los pasillos de la salud. Mismo rostro y cabello. Mismo lápiz

labial y rímel. Mi ADN deambulando en zonas diferentes a las que acostumbro.


—¡Ah!, ya lo sé. Las platinadas te delataron...


—¿Las canas? Esto es el colmo de los colmos. ¡No hables sin sentido!—la exclamación fue 

un tembladeral porque una cosa no tenía nada que ver

con la otra.



Mi interior debía callarse y no hacer un mundo, o despertar tantos

cuestionamientos por causa de un simple saludo. Y más tarde recordé a algún

conocido con el Doctora brotando desde sus labios, pero no era nada extraño.

De todas formas, el saludo del hombre desconocido había sido un

acontecimiento diferente. Entonces, en cada rincón de las mil y dos neuronas,

hice una búsqueda fugaz, y luego otras más meticulosas; pero nada de nada. A

ese hombre no lo conocía.


—¿Serán los años?, arrebatándome parte de la memoria. 


Quedé sumergida en afligimiento porque no les he concedido ese gran permiso. Y

después, una llama pequeña se volvió a encender. Hacía dos semanas del

anterior acontecimiento extraño. Recuerdo haber girado en una esquina, y de

repente quedé sosteniendo un volante en la mano. Me lo había entregado un

hombre que, al saludarme seguro de sí mismo, expresó con una sonrisa sutil:

Sírvase Doctora. En aquel momento, iba acompañada de un verdadero testigo,

de los que son fidedignos, y no de los falsos esparcidos como avispas

venenosas.


Mi testigo, ausente de memoria mentirosa, nos miró con extrañeza sin

poder contener su sorpresa:


—¿Te conoce?


—No lo creo —respondí poniendo punto final a una conversación

catalogada sin sentido. 


En aquella ocasión, mi interior también se inquietó:


—¿Doctora?, ¿dónde lo llevas escrito? ¡Ah! Eres del jet set y aún no lo

sabes. Te conoce más gente de la que puedes llegar a conocer. ¿Lo percibías?


—¡Qué ocurrencia! —sacudí la cabeza para lograr la pérdida de

equilibrio del parásito. Y para mis adentros, hablé convencida de la verdadera

confusión de vestimenta adoctorada con su ubicación en tiempo real, aunque el

sanatorio era otro.


Aquella tarde, lucía glamour verdadero. Llevaba puesta una chaqueta blanca

inmaculada, de primera calidad, con puños bordados a la perfección desde

donde crecían flores y hojas ausentes de tela, al estilo madrina de bautismo.


—Chaqueta blanca y bordada... mmm, así no son las chaquetas blancas

de las Doctoras —Era de no creer. La extrañeza se había vuelto a repetir, y

otra vez el ego hablando—.


—Seguramente lo conoces, pero la vida los ha cambiado. A él más que

a ti. ¡Fíjate bien! Las plateadas hablan, y los surcos también, pero mantén la

calma. Deja de lado las preocupaciones porque con tus platinadas aprendiste a

jugar a las escondidas —extenuada de tanta parla emití un suspiro profundo, y

conté hasta cien con la paciencia de estar enseñándole los números a un

infante, o tratando de juntar a las ovejas antes de perder el conocimiento.


Al fin, las ganas desearon encerar mis oídos para apagar tanta ridiculez,

y también amordazar a la boca, aunque con esto último, no lograría

absolutamente nada porque el que debía ser amordazado era mi pensamiento.


©Karen Zapphire

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