El saludo
Parecía ser un día más sumado a otro día, con el tangible propósito de la
cuenta regresiva hacia el final del año, en que las personas transitan
raudamente sin percibir quién pasa a su lado. De repente escuché un saludo:
—Buenos días, Doctora
—Buen día, contesté con dubitativa extrañeza, o tal vez dubitativamente
en 3D.
Mi interior comenzó a parlotear sin detenimiento, apretando el
acelerador a fondo, con un ego sediento de total atención. Tal vez merecía
escucharlo, o quizás no, aunque sin quererlo, se impuso tercamente como
infante caprichoso. Y mis oídos, solo tuvieron la única opción de abrirse ante el
dilema existencial de aquel saludo tan extraño.
—El hombre habló y te llamó Doctora. ¿Cómo supo que eres Doctora?
¿Lo conoces?
—Recién está amaneciendo, repliqué con argumentos certeros. Sin un
café de por medio y en modo zombi, seguramente me ha confundido. O tal vez
la confundida soy yo y me falló el oído.
—No lo creo. Te miró y saludó con total convencimiento de conocerte
de toda la vida.
—Pero... ¡Qué es esto! ¿Un interrogatorio no previsto? ¿Acaso debo
contestarme o estaré sometida a tortura eterna?
En ese instante, percaté que quizás mi interior tenía razón, y había un
fundamento desconocido hasta ese momento; debía descubrirlo. Y continué
con aquel diálogo pasible de ser diagnosticado como desequilibrio mental.
—Recuerda que están las Doctoras en Derecho y las Doctoras en
Medicina —repliqué convencida de mi respuesta.
—¿Doctora? Seguramente hubo confusión de rostro y profesión, o sino
tu cara le resultó tan conocida... Sí, me inclino a sospechar que tu perfil es el
de una Doctora en Medicina, aunque ciertamente no lo seas. O se confundió al
verte pasar por la vereda del sanatorio, y el título fue expedido al toque, con
todas las habilitaciones posibles.
Discrepé con mi interior. Estaba convencida de que ese argumento
carecía de razonamiento certero, y mi frente no llevaba grabada la profesión en
letra de gigantes, gritándola a los cuatro vientos, aunque en mi corazón sí, late
con eco la pasión por ella.
Fue difícil de imaginar pero, al estilo clonación, vislumbré a mi doble
transitando por los pasillos de la salud. Mismo rostro y cabello. Mismo lápiz
labial y rímel. Mi ADN deambulando en zonas diferentes a las que acostumbro.
—¡Ah!, ya lo sé. Las platinadas te delataron...
—¿Las canas? Esto es el colmo de los colmos. ¡No hables sin sentido!—la exclamación fue
un tembladeral porque una cosa no tenía nada que ver
con la otra.
Mi interior debía callarse y no hacer un mundo, o despertar tantos
cuestionamientos por causa de un simple saludo. Y más tarde recordé a algún
conocido con el Doctora brotando desde sus labios, pero no era nada extraño.
De todas formas, el saludo del hombre desconocido había sido un
acontecimiento diferente. Entonces, en cada rincón de las mil y dos neuronas,
hice una búsqueda fugaz, y luego otras más meticulosas; pero nada de nada. A
ese hombre no lo conocía.
—¿Serán los años?, arrebatándome parte de la memoria.
Quedé sumergida en afligimiento porque no les he concedido ese gran permiso. Y
después, una llama pequeña se volvió a encender. Hacía dos semanas del
anterior acontecimiento extraño. Recuerdo haber girado en una esquina, y de
repente quedé sosteniendo un volante en la mano. Me lo había entregado un
hombre que, al saludarme seguro de sí mismo, expresó con una sonrisa sutil:
Sírvase Doctora. En aquel momento, iba acompañada de un verdadero testigo,
de los que son fidedignos, y no de los falsos esparcidos como avispas
venenosas.
Mi testigo, ausente de memoria mentirosa, nos miró con extrañeza sin
poder contener su sorpresa:
—¿Te conoce?
—No lo creo —respondí poniendo punto final a una conversación
catalogada sin sentido.
En aquella ocasión, mi interior también se inquietó:
—¿Doctora?, ¿dónde lo llevas escrito? ¡Ah! Eres del jet set y aún no lo
sabes. Te conoce más gente de la que puedes llegar a conocer. ¿Lo percibías?
—¡Qué ocurrencia! —sacudí la cabeza para lograr la pérdida de
equilibrio del parásito. Y para mis adentros, hablé convencida de la verdadera
confusión de vestimenta adoctorada con su ubicación en tiempo real, aunque el
sanatorio era otro.
Aquella tarde, lucía glamour verdadero. Llevaba puesta una chaqueta blanca
inmaculada, de primera calidad, con puños bordados a la perfección desde
donde crecían flores y hojas ausentes de tela, al estilo madrina de bautismo.
—Chaqueta blanca y bordada... mmm, así no son las chaquetas blancas
de las Doctoras —Era de no creer. La extrañeza se había vuelto a repetir, y
otra vez el ego hablando—.
—Seguramente lo conoces, pero la vida los ha cambiado. A él más que
a ti. ¡Fíjate bien! Las plateadas hablan, y los surcos también, pero mantén la
calma. Deja de lado las preocupaciones porque con tus platinadas aprendiste a
jugar a las escondidas —extenuada de tanta parla emití un suspiro profundo, y
conté hasta cien con la paciencia de estar enseñándole los números a un
infante, o tratando de juntar a las ovejas antes de perder el conocimiento.
Al fin, las ganas desearon encerar mis oídos para apagar tanta ridiculez,
y también amordazar a la boca, aunque con esto último, no lograría
absolutamente nada porque el que debía ser amordazado era mi pensamiento.
©Karen Zapphire
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