Aquí comparto unos cuentos de mi libro "Abraxas"
Al borde
Me asomé al borde del precipicio. Estaba tan oscuro como la noche en que dejé la ciudad, o más. Los filosos bordes me tentaban a lanzarme hasta el fin, donde si erraba, me esperaban las enormes piedras y los troncos de los árboles secos al costado de aquel río caudaloso y transparente. Decidí mantener los ojos abiertos. No podía perderme el espectáculo de la caída libre, sin otro sostén más que un minúsculo parapente rojo que llevaba en mi espalda. Di los últimos pasos y abrí los brazos. Ahí sentí el aire que pasaba rápidamente sobre mi cara, duro, seco. Me dolía su roce en mi piel. Así y todo, me solté como jamás lo había hecho antes. En ningún momento tuve miedo, nunca me sentí tan bien. Recién ahí, cuando mis brazos parecían alas de águila, me di cuenta que en otra vida, seguramente había sido pájaro.
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Sobre la arena
Las criaturas salían del agua con las algas pegoteadas en sus cuerpos. Los musgos de las piedras raspaban sus cabezas y las sacudían para ponerse de pie y saltar a la arena sucia y caliente. Los ojos les asomaban como pelotas brillantes, repletos de lágrimas gelatinosas y frías. Brotaban en grupos por aquí y por allá, como en un ballet imaginario y acompasado. El seguía tirado en la playa, con los brazos extendidos y las manos hacia arriba. Aún estaba húmedo y un hedor asqueroso emanaba de la poca ropa que le quedaba luego del naufragio. Las criaturas lo rodearon, lo observaron una y otra vez, se subieron encima del cuerpo y le dejaron los rastros de sus algas verdes y sucias.
Permanecía inmóvil siendo protagonista de ese espectáculo sin llegar a adivinar el final. Se lo habían advertido. Recordó cada palabra de aquella gente como un manual de enseñanza que jamás estudió. Su arrepentimiento llegó tarde.
Ya había recibido los primeros mordiscos y la sangre le brotaba de sus piernas. La sombra de los árboles parecían personas que acechaban. Sentía sus ramas abrazadas al cuerpo sin poder soltarse. Todo quedó en su barco. Los apuntes del viaje, la comida, el agua y las indicaciones finales de su amigo desde el puerto de Brans.
El sol cayó, el cielo se llenó de nubes negras y una cortina de agua le regaló las últimas gotas de agua dulce antes de cerrar los ojos. Se entregó por completo. Ya no tenía las fuerzas para luchar contra ellos. Se habían reproducido y lo habían vencido. Aquella noche fue su final. Nunca más sus manos ásperas tirarían el ancla en alguna otra isla perdida, donde otras criaturas convertirían su cuerpo en nada. Nunca más volvería a su barco, aquel que lo había acompañado en sus aventuras después que su padre le legó el puesto de investigador en el centro oceánico creado después de la invasión. La que dejó en pie solo las palmeras de las islas vecinas. Cerró los ojos y se envolvió en la sonora succión que de una vez acabaría con él. ****
©Silvia Vázquez
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