Los
ecos de la segunda del sur aún estaban vibrando en los cerebros de la gente. Si
bien el día perfilaba soleado, todavía se olía el humo sucio y gris de los
mirages que anoche taparon el cielo.
Por
fortuna, los que traían los víveres no fueron atrapados por los “kelpies” que
merodeaban en cada esquina de Florida, agazapados esperándonos. Eramos buenas
presas y nuestros órganos, su alimento preferido.
Atacaban
clavando sus garras en el medio del pecho, paralizando y arrancando el corazón
sin el mayor esfuerzo. No se privaban de nada.
Ya
había logrado escabullirme por la escalera del subte “B” . Era un buen refugio
el viejo taller de reparaciones cerca de Lacroze.
En un
par de días, ya eramos cuatro los que compartìamos el almuerzo entre ruedas
pesadas y olor a grasa.
Los
negocios tenían sus vidrieras rotas y podíamos servirnos sin que nos vieran,
las pizzas que quedaron en los freezers del Imperio, y si teníamos suerte,
alguna medialuna y masitas sobrantes en la heladera .
Caminé
despacio para estirar las piernas. Volví temprano ese día, para aprovechar la
caída del sol desde el techo de la bóveda de los Vilela en el primer pasillo de
Chacarita.
Acomodé
los colchones viejos dentro del ataúd superior y nuevamente compartí con ella
la noche. Aunque no nos conocíamos demasiado, recordamos nuestra infancia en
Agronomía, escabulléndonos entre las plantas secas de maíz al lado de las vías.
Esa
noche pude dormir en paz. Mi madre me
había preparado de postre el arroz con leche.
Quien
sabe si mañana algún “kelpy” clavará sus garras en mi pecho y de una vez por
todas moriré, esta vez, definitivamente…
©Silvia Vázquez
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