Castillo era el encargado de
los avisos. Muchas noches golpeaba el portón de atrás, el que daba a la cocina,
para avisarnos que en un rato iban a aparecer los guardias civiles para derribar
la puerta del frente.
Una vez por semana lo mismo.
Lo buscaban a mi padre, que no estaba en casa, desde hacía tiempo ya. Había escapado
a Buenos Aires ante el primer aviso de su amigo el cura.
De todas formas ellos
venían, pateaban la puerta y entraban a revisar. Mis siete hermanos y yo,
escondidos detrás de mamá, temblábamos de miedo. Muchos de nosotros sin saber el
porqué.
Papá había tenido que huir.
Era el primero en la lista del Generalísimo. El primero para ser fusilado por
rebelde. No importaba los hijos que quedaban solos con una madre de 45 años y en
el campo. El huyó, y volvió 12 años más tarde, a morir en casa.
Nosotros sobrevivimos, como
pudimos. Jamás pasamos hambre. Todo se cultivaba menos el azúcar y el arroz.
Todo se vendía en las “feiras”: huevos, papas… Algunos con suerte cambiaban maíz,
nosotros no lo teníamos.
Solo en las fiestas comíamos
huevos, y hasta podíamos tomar un poco de “viño”. Ocho hermanos, ocho almas y
una madre sola, a cargo de todo y de todos.
Hoy, sentada en mi casa, a
miles de kilómetros de aquella enorme de ocho habitaciones, una cocina inmensa,
un corral debajo, una higuera en la parte de atrás y un campo alrededor, miro
la tele que me muestra las bellezas gallegas, las mismas que disfruté apenas de
grande, hasta que Argentina me recibió a mí, a mi madre y a mi hermana menor,
en una pequeña habitación para tres, un baño compartido entre varias familias
que se convirtieron en familia.
No sé si tengo “morriña”, no
sé si se llama nostalgia, sólo sé que no fue fácil, y que la taza de café que tengo
en mis manos me recuerda a aquel molinillo de madera con el que mamá preparaba
café muy pocas veces cuando estaba en Banfield, viviendo con mi hermana menor.
Pasaron muchos años de
aquellas patadas en la puerta de madera de mi casa en España. Pasaron muchos
años de escondernos, de asustarnos, de sufrir la ausencia.
Ya es fin de año, vienen a mi
cabeza todos y cada uno de los instantes vividos. Tal vez, sea hora de tomarlos
como lo que son, recuerdos y nada más.
Tomo mi café hasta ver el
fondo de la taza. Me levanto despacio y la lavo. Enciendo la tele y vuelvo a poner
el canal de Galicia. Son míos los recuerdos, sólo míos…
©Silvia Vázquez
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