Pórtico del alma
Dicen las malas… o también las largas, aunque realmente lo diría convencida
de las lenguas buenas e inspiradoras, que “los ojos son las ventanas del
alma”—murmuró Alma pensando en ella, mientras la embriagaba una noche de
tormenta.
—¡Qué ironía de la vida! —exclamó, y sonrió hacia sus adentros, con la
mirada colgada de las corneas de sus ventanales, multiplicadas por dos,
mientras las lenguas colgaban sedientas. Y en un pensamiento corredizo la
atrapó Cicerón con pendientes enredados en los oídos: “El rostro es el espejo
del alma y los ojos sus delatores”, y después Mateo, envuelto en una manta de
piel de duraznos: “Tus ojos son ventanas que dan a tu cuerpo”.
Y esa noche, Alma prosiguió hurgando con la necesidad humana de
encontrar un algo que le trasmitiera otro algo, aunque fuese inconcluso.
Aunque degustara un sabor amargo por no poder hallar lo tan ansiado, al que,
una vez con ella, y en un descuido o tal vez no, bautizaría con un nombre
trascendente.
En la madrugada, vacía de pensamientos, y nuevamente hurgando en lo
inconcluso, de la nada apareció un artículo perdido: desde la perspectiva de la
neurociencia los ojos “son como una ventana al cerebro”, entonces leyó esa
frase trascendental y la invadió la extrañeza. Respiró hondo y maduró:
—Tal vez podrían llegar a ser puertas y no ventanas ni espejos. Y tal vez
el alma está en el cerebro o en el corazón. O quizás entre la piel o sobre ella. Y
por qué no fuera del cuerpo. ¿Por qué? —se preguntó atrapada en una
nebulosa— ¿Quién es el dueño de la verdad terrenal? Universo, ¿podrías
decírmelo?
Y aunque nadie replicaba, entendía que los ojos podrían
transformarse en verdaderos portales hacia el alma. La embargó un
sentimiento de espiritualidad infinito, de esos que flotan como pluma perdida.
De esos que rejuvenecen cuando la noche se acerca y los pétalos se
marchitan.
Con la mirada simultánea pensó en un pórtico arquitectonicamente
hermoso, sin importarle el estilo, aunque le agradó imaginarlo formado de
columnas monumentales erguidas como pedestal. Y después sentirse
dulcemente succionada por las arquivoltas de ojos románticos y sensibles, en
una danza constante con el mainel y el dintel. Y también con tímpanos afinados
entre violines vivientes y ruiseñores altivos, de partituras al viento jugando entre
blancas, negras y corcheas.
—Ojos, cuerpo y alma. Ventanales, espejos y pórticos… —una y otra
vez regresaba al mismo razonamiento, cargada de poesía y eternos
sinsabores. Y se preguntó—: Alma, ¿qué es lo que te inquieta?, tan
imperceptible que ni siquiera palpas. ¿Acaso es el sabor amargo del insomnio
que en las noches busca colarse por el pórtico? ¿O la dulzura de la
hipersomnolencia aferrada al día?
Un dolor furioso, sin poder determinar desde qué rincón provenía,
recorrió su cuerpo partiendo desde la primera flor de su cabello hasta la punta
de la uña encarnada del meñique.
Su voz interna le habló—: Tal vez es el
corazón, o quizás el cerebro— Alma no lo vislumbró desde las neuronas de su
cerebro, aunque estaba consciente del poder de este sobre su pensamiento y
emociones; sobre su conducta y sensaciones. Tampoco era un dolor que
repercutiera al compás de lo físico, pero con la profundidad de las Marianas,
dolía como nunca antes y lo asoció a un rincón del corazón alejado de su
tejido, y también al alma partida en dos. Le urgía una fórmula perfumada de
calma. Al amanecer la encontró en su pórtico celestial.
©Karen Zapphire