En mis inicios, busqué experimentar el terror "tan prestigioso" a la página en blanco. Fue inútil: poner una hoja en la máquina de escribir o, muchos años después, abrir un archivo nuevo en la computadora, siempre me ha provocado una sensación inquietante pero que no tiene nada que ver con el terror. El rito de instalar ante mí una página en blanco supone dos acontecimientos dichosos: he vencido la inercia del no-trabajo y tengo algo que escribir (el orden suele ser inverso), seguramente de contornos difusos o carente de todo contorno, pero que, en potencia, ya es. No ignoro que a partir de ese rito inicial voy a intentar numerosos comienzos, que escribiré sucesivos borradores, que más de una vez voy a decidir tirar todo a la papelera y a otra cosa mariposa, que voy a tardar semanas, o meses, en acercarme a lo que busco, que el trabajo podrá estar atravesado por accidentes diversos y por otras escrituras. Pero eso que ya estoy persiguiendo, perfectamente representado por la página en blanco (y el adverbio no es casual: nada más parecido a la perfección que la página en blanco, pura promesa en la que cualquier cosa que conciba es posible), ese trabajo del que ya di el primer paso es lo que de verdad me instala como escritora-para-mí (circunstancia evanescente y bastante alejada del rol estable que, a esta altura de mi vida, me asignan los otros). La página en blanco es vacío, cierto, pero vacío por llenar.
Hay otro vacío, en cambio, que se abre ante mí como un pozo sin fondo: el del tiempo en blanco. Ese es el que de verdad me da miedo. No estoy hablando de ciertos períodos que suelen sucederme después de haber terminado una novela, o un libro de cuentos, o un texto largamente buscado: paréntesis gozosos que, con cierta benevolencia, siento como merecidos. Tampoco del ocio al que, desde la infancia, suelo entregarme sin ninguna culpa. El tiempo en blanco al que me refiero se abre ante mí como infinito. No se trata de que, mientras transcurre, no escriba en absoluto. Cuando una está en este oficio, siempre, de una u otra manera, escribe. Una entrevista, una encuesta, una nota, una página del diario. Atenuantes muy débiles. O subterfugios. Disimulan lo que de verdad me sucede: no hay nada que quiera, o pueda, inventar (y en este caso las dos no-acciones se funden al punto de que no puedo discriminarlas). Ahí está el carozo de la aceituna. "Nada en qué recalar", con estas palabras lo anoté más de una vez en mis diarios. Releyéndolos, puedo notar con qué frecuencia esa cuestión ha aparecido a lo largo de casi medio siglo de anotaciones. No es extraño; qué puede hacer un escritor con su angustia sino escribir a propósito de ella. Pero eso no atenúa la angustia. Es solo un desahogo o, a veces, una mera coartada, igual que las notas o las entrevistas. Lo que necesito, lo que infructuosamente busco, es el estado de trabajo, que para mí es sinónimo de estado de creación. Recurro a viejas carpetas, a cuentos desechados, a comienzos de algo ?un cuento, una novela? que un día quise escribir. Y no encuentro una sola punta para tirar del hilo, ni una brizna de asunto que me entusiasme. Nada. Mi cerebro está algodonoso. Y lo terrible, lo que de verdad me da miedo, es la falta de garantías de que, alguna vez, conseguiré salir de ese estado. Ahí está el corazón del miedo. Puede suceder "hasta ahora viene sucediendo" que de pronto, entre lo abandonado, vislumbre una inadvertida vuelta de tuerca, o que el recuerdo de un personaje cautivante se me cruce en la madrugada, o que un mal sueño o una ocurrencia absurda me atraviese como una flecha y haga que algo despunte. Y que de un día para el otro me encuentre arrasada por la idea de algo-por-escribir.
(A esta altura quiero dejar claro (o aclararme a mí misma) la aparente contradicción entre lo que acabo de anotar y la frase que encabeza "Mi credo" "Las ganas de escribir vienen escribiendo" (ver p. 265), en la que por experiencia confío. En esa frase apunto a las excusas que una suele inventarse ?y confieso que soy una maestra en ese rubro? para no sentarse a escribir ese texto que desde hace tiempo le da vueltas en la cabeza, o a continuar eso que una interrumpió justo en el momento en que se le ha presentado una dificultad en apariencia insalvable. En lo personal, suele sucederme que cierta resistencia a enfrentar las previsibles dificultades me lleva a postergar el momento de sentarme a escribir; en esos casos suelo echar la culpa a las diversas complicaciones de la vida. Todo sirve: desde la furia que me provoca una declaración gubernamental hasta la necesidad ineludible de ir a la verdulería. Instancias en las que añoro la torre de marfil. Ah, si viviera en ella, aislada de los conflictos sociales, los horrores del mundo y la necesidad de ganarme el pan, ah, los libros que escribiría entonces. Mentiras. Podría desaparecer todo el ruido exterior y eso no me libraría de la tendencia natural a no hacer. Y lo cierto es que no se puede eliminar el ruido ni hacen falta torres de marfil. Basta con vencer la resistencia, sentarse ante la máquina, y empezar. Entonces, casi puedo asegurarlo, la locura empieza a crecer y los ruidos del mundo exterior pasan a segundo plano. A eso me refiero cuando digo que las ganas de escribir vienen escribiendo. Pero para eso, claro, debe existir el deseo inicial, imparable, de abordar una ocurrencia súbita o los vestigios de un mal sueño).
Entonces, al principio con cautela, voy a sospechar que nada podrá detenerme. Le daré vueltas a la idea, la haré crecer caprichosamente, voy a anotar, desechar, perderme en desvíos, demorarme, armar pretextos, y un día, por fin, voy a sentarme ante la famosa página en blanco. Todo, a partir de ahí, va a ser incertidumbre, pasión y futuro. Y que nadie venga a decirme que ese momento en que mi cuerpo entero (de cabeza a pies) se sabe comprometido con el trabajo, da terror. Es el instante perfecto de lo no fallido. Pero me pregunto, una y otra vez, ¿y si un día no ocurre? ¿Si, por más que indague y dé vueltas, no hay nada que despunte? Esa posibilidad es lo que temo del tiempo en blanco.
(de: www.megustaleer.com.ar)
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