El domingo 9 de diciembre , festejando el 2do. Aniversario de ACLAV, se hizo entrega de los premios a los ganadores del Concurso de narrativa de la Asociación de escritoras de vanguardia, con sede en la ciudad de París.
La reunión virtual fue hecha desde EEUU y presidida por la Sra Juani Vega, Presidenta de ACLAV.
Luego de
una serie de sorteos de Golden tickets y VIP ticket, entre las participantes, y
unos videos institucionales y saludos en general, se dieron a conocer las
ganadoras de concurso.
Primer
premio Cuento: Nosotras Autora: Miroslava Cárdenas (de Guatemala)
Segundo
premio Cuento: La novia del
francés Autora: Perla García (de Guatemala)
Tercer premio Cuento: Un príncipe chapín Autora: Leslie Peralta (de Guatemala)
Todas
recibieron un diploma virtual
En el marco
de una reunión amena y cordial, también
dirigió la palabra la señora Daniela Oropeza, Secretaria de ACLAV y la Sra.
Yudi Medina, Vice presidenta de ACLAV.
ACLAV une a
escritoras con la consigna de lazos de amistad y aprendizaje.
Se han
difundido un próximo concurso y otras actividades que se verán durante el año
2024.
Agradezco a
las autoridades y en especial a la escritora y periodista Niza Todaro, por
elegirme para ser jurado de este certamen, junto a la Sra María García Marichal,
de Uruguay y la Srta Odeth Osorio de la ciudad de México.
Primer premio:
NOSOTRAS
Eurídice
No lo llevé muy bien, no
supe cómo manejarlo y se me fue de las manos, pero juro que vuelvo y no logro
convencerme de haber podido tolerarlo. Asumí tantas cosas, tramité insaciablemente
muchas más, hasta ese momento del cajón abierto y ellos expuestos frente a mi
rostro. Ahí mi límite.
Es
como si viera una película memorable, el instante previo al choque.
Qué
ganas de volver, de interceptarme en cualquiera esquina y advertirme: tienes que hablarlo diferente. Lo que hay es
posibilidad y deseo, sí, sé que tienes miedo, pero háblalo de frente. Debes
saberte otra, con otras palabras, si no lo haces será la última noche de las
noches, será la última cena. No bebas, no te quedes a dormir en su casa.
Qué
ganas de decirme que lo piense una, dos,
tres, cuatro veces, que mejor planee con él el viaje a Xalapa, que sí, que
cuando haya dinero, que no pasa nada.
Sobre todo, decirme que no llore, que por
favor no llore, que hay que hablarlo pero que no permita que el río se desborde.
Pero
es imposible. Improbable.
El
recuerdo me abisma en cámara lenta:
La
veo salir del departamento, está contenta, lleva dos zanahorias en el bolso:
una para P. y otra para C. Se ha sujetado el cabello húmedo a la altura de su
nuca, viste un vestido, chamarra y botas negras. Esta noche no usa medias. Se
ilumina así misma en sus labios rojos. Enciende la playlist para el viaje, un
audífono en cada oído. Cruza la avenida ante la luz verde, sonríe.
Aborda
el metrobús, encuentra un asiento vacío y se sienta sola, dispone para sí misma
un profundo suspiro. Saca el celular y dispara la cámara hacía el bolso
abierto, sube la fotografía a Instagram señalando con flechas blancas las
zanahorias y su pierna expuesta entre el límite del vestido y las botas. Está feliz. Cuánta esperanza.
Ojalá
algo hubiera evitado su llegada.
Seis
estaciones más tarde baja en Escandón, recorre un par de cuadras contenta y
segura. Llega al portón café número 71, toca el timbre y en la espera apaga la
música y guarda los audífonos. Se escucha el sonido que ordena a la reja
abrirse, entra al estacionamiento y saluda al vigilante que ya la conoce, le
señala con su mano derecha que va hacia arriba. Sube corriendo las escaleras,
gira a la izquierda y camina sobre el pasillo, al final ve la puerta blanca. No
toca, ya no toca, sólo entra.
Cómo le alegra ver la sonrisa de H.
ante su llegada. P. y C. le saltan en las piernas, ella los acaricia y deja la
huella de sus labios rojos en sus frentes. Saca las zanahorias del bolso y le
entrega a cada uno la que le corresponde, las cogen y corren a sus camas para
comerlas. H. y M. no se
besan, no se abrazan, no se tocan, pero se miran y sonríen:
–¿Los paseamos y vamos por la cena? –le pregunta.
–Sí, vamos –le responde ella. (Siempre el sí en sus labios).
Más
tarde, se sientan frente a frente, cenan, beben mezcal y cerveza. Escuchan
música y departen. Él se muestra muy contento, ella le devuelve un guiño de
complicidad con la mirada.
–Xalapa, podemos viajar a Xalapa –le propone él–, cuando haya más lugares abiertos,
ahora no hay mucho por la pandemia, pero podemos.
H.
se levanta, va a la cocina por otra cerveza. Ella se queda sentada en la banca
con la mirada sobre la mesa, su rostro cambia, duda, sé que duda. Algo le pasa,
le pesa. Xalapa se le atraviesa en el rostro como una ironía.
Él vuelve y se sienta a su lado.
–¿O tú qué piensas? –le pregunta con una gran sonrisa.
Ella
no puede…
No
pude…
Qué
ganas de gritarle ¡¡¡cállate!!!
No
puede.
No
puedo.
–H. –le dice.
¡¡¡cállate, por favor cállate!!!
–Cuando te ayudé a buscar tus lentes ese domingo antes de
irte a Malinalco, vi un sobre de condón usado, ya era viejo, pero…
Ella
miente, no puede siquiera nombrar el reciente descubrimiento con las palabras
justas. Usa de muletilla un sobrecito negro y desgastado de condón que había
visto en una canasta de mimbre hace más de un año, en esos primeros encuentros
que sostuvo con él.
No, no sabe cómo encarar el presente.
Él
acciona una sonrisa nerviosa, a M. le evoca el rostro de un adolescente a punto
de ser descubierto, le irrita ese particular gesto. No te ocultes, piensa. No te ocultes detrás de la burla.
–No, ese es muy viejo –responde él.
¿Cuáles son los actuales? ¡Sí sabes
cuáles son los actuales! Ella se descoloca. Es el mezcal y la
cerveza, pero también la rabia, el no entender.
–¡No quiero esto! –le aclara en un tono firme– ¡Quiero saber qué somos! ¿Te estás acostando con
alguien más?
Él
no responde, ella continúa hablando sin respirar entre palabra y palabra:
–Vengo de una relación muy larga no quiero seguir estando
oculta o sin un título no quiero estar oculta ya me hicieron eso y no quiero
necesito saber qué somos si estás viendo a alguien más mientras estamos juntos
pero ya no sé qué somos necesito saber qué somos.
Él
se levanta de la banca y se aleja, la abandona en ese extremo. Queda de nuevo
la mesa de madera en medio, pero todo es distinto. Se hace real y palpable la
distancia.
–¿Qué crees que es esto? –le pregunta H. en un tono serio y muy molesto–,
te acabo de decir que quiero
ir a Xalapa contigo, viajar contigo, viajar juntos. ¿Qué crees que estamos
compartiendo? ¡Estamos siendo! ¡Eso, estamos siendo! Yo estoy apostando a que
construyamos, a que vayamos viendo.
Ella,
ante su voz y su respuesta, explota en llanto.
Me
da tanta tristeza. La veo encoger los hombros y llevar el pecho cada vez más
hacía abajo. Agacha la mirada
sollozando. No se sostiene,
no puede sostenerse. Es el mezcal y la cerveza. Siento su tormenta, la miro en
su intento fallido por tratar de articular ideas. Quiere explicarse ante él,
decirle porqué le duele, que ella ha estado a su lado, pero hace una referencia
imperdonable.
–No merezco esto. He estado contigo,
te he apoyado en los momentos más difíciles para ver nacer a tu hijo. He
tratado de entender, de comprender tu proceso de ser padre y no he dicho nada,
no te he pedido nada. No merezco esto, no merezco esto –repite una y otra vez
haciendo su voz cada vez más pequeñita, como intentando hacerla caber.
–No hables de mi hijo, no lo digas,
no te atrevas.
Ella no puede más, obedece y se
calla. El cuerpo se le ha
llenado de agua, está siendo habitada por miles de corrientes.
Él
ha dejado de sonreír. Está asustado.
Yo
la miro asustada.
Me
asusto al mirarla.
El
cuerpo se le revienta, la escucho desencajarse y abandonar violentamente su
rostro inundado para convertirse en otra:
–¿Por qué no te callas? ¿por qué no
te controlas? ¡Deja de llorar! ¿Por qué no paras? ¿No escuchas? Nos está
diciendo que nos quiere, que hay que esperar, que hay planes, que debes tener
paciencia ¿Si escuchas? ¡Escucha! ¡Qué están siendo, que esto también es
cariño! ¿No entiendes?¡Esto también es cariño! ¿Qué no entiendes? ¿Por qué
mencionaste a su hijo? Eso le duele, eso no se hace ¿Por qué lo hiciste? ¡Basta!
¡¿Por qué no paras?! ¡Basta!
M.
no puede con tantas voces, quiere detener el llanto, pero es imposible, ya está
hecho. La miro soltar toda esperanza, se ha quedado sin fuerza. En silencio, pero
aún con el rostro abismado, levanta la mirada suplicándole a H. perdón y
auxilio.
–Creo que es hora de ir a dormir –le
dice mientras toma sus manos y la levanta de la banca–, vamos a dormir ¿está
bien?
–Sí –responde ella llevando consigo
el ruido del mar. Todas la vemos, la sentimos. Está rota. No puede más. No
podemos más.
En
esa sala, donde meses antes bailaba con su hermosa falda roja mientras C. se
enredaba entre sus piernas, caen restos suyos, míos, de nosotras.
Era
muy tarde. Es muy tarde.
Qué ganas de haberlo evitado.
La acuesta en la cama. La habitación
es oscura y silenciosa.
–H. –le susurra sujetando su mano–
si aún, después de todo esto, sientes algo por mí, si aún crees que puedas
quererme…
–¿Sí?
–¿Puedes abrazarme? Tengo miedo y
siento que el cuerpo se me llena de peces.
La sujeta de la cintura y la abraza.
Volvemos al cuerpo derrotado.
M. logra cerrar los ojos, pero todo,
para siempre, ha cambiado. Las grietas por dónde nunca cesaremos de escapar se
han inaugurado: la que calla, la que observa, la que grita, la que llora, la
que narra, la que ama, la que violenta, la que reprocha, la traicionada, la
herida, la desamada. Todas, esta madrugada, hemos sido invocadas a nuestra adolorida
morada.
Miroslava Cárdenas
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