Se escondió
detrás de unos hierros retorcidos y oxidados. Intentó taparse con unas maderas
que estaban apiladas contra la pared llena de moho y sucia.
Dejó de escuchar
ese ruido molesto que lo perseguía hacía un rato, pero no podía quitarse de
encima la sensación de que alguien lo seguía.
La noche fue
interminable. Además de haber caído en un pozo del que le fue difícil salir, la
corrida le había entumecido las piernas.
Aquello seguía
torturándolo entre las sombras. ¿Cuánto faltaba
para que aparezca el día?
¿Cuándo se
sentiría libre de esa persecución que lo atormentaba?
Acurrucado
esperando el silencio, asomó la cabeza y no vio nada.Decidió salir, de a poco,
arrastrándose por el piso frío y húmedo.Las manos llenas de barro, se patinaban,
pero a pesar de eso pudo hacer unos metros.
Volvió a escuchar
aquel sonido, que no lograba descifrar. No era un grito, parecía una queja.
Como pudo, llegó
a la entrada de la estación. Las rejas estaban cerradas, aún no había servicio
y seguramente escucharía al encargado abrirlas si esperaba un rato más.
Volviò a apoyarse
en la pared, hasta que una débil luz le molestó en la cara. Había amanecido.
Saltó y empezó a gritar :
“Ayúdenme, por
favor!”
Se escucharon dos
personas bajando por las escaleras, con llaves en la mano.
“ Otra vez usted.
Ya le dije que aquí no hay nadie escondido. Revisamos todo anoche. ¿Cómo quedó
encerrado? Pablo, llamá a la ambulancia, que se lo lleven…”
Sintió un
toquecito en el hombro, el olor a café terminó de despabilarlo. Sobre la mesa
de luz, envueltos en un pañuelo sucio de barro, estaban sus lentes.
©Silvia M Vázquez
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