lunes, 4 de noviembre de 2019

Graciela de Mary presentó su libro “ Un laberinto de vidrios rotos”







El sábado 2 de noviembre, la Profesora de Historia especializada en Didáctica de las Ciencias Sociales y escritora, Graciela de Mary  presentó su libro "Un laberinto de vidrios rotos" de editorial Taco de Reina, en Las 4 Plumas-Club de Arte, San Andrés.





“Un laberinto de vidrios rotos” es una compilación de veintidós cuentos  que no tratan de historias felices. La autora intentó  ser fiel a los temas que la convocan al escribir. 

Van desde lo muy íntimo como las relaciones de familia hasta conflictos contextualizados en hechos históricos.

Con la presencia de mucho público la autora, leyó algunos de sus trabajos y luego cerró el evento.







































Uno de los trabajos del libro:

NORITA (por Graciela De Mary)

En el geriátrico, igual que en “Tiempos modernos” de Chaplin, el cronómetro regulaba la existencia de todos. Los dueños, temerosos, dejaron de pasar esa película, no fuera a ser que algún viejo se avivara.

La vida se había convertido en una rutina de pañales, chatas y pastilleros. Ésos y no otros eran los protagonistas. Los ancianos eran actores de reparto en el mejor de los casos. Todo lo que alguna vez fue deseo, rabia, amor o lucha andaba atado a una silla de ruedas. Mientras tanto, el celular de la dueña, no paraba de recibir llamados de potenciales compradores. Su oficina estaba vedada a toda persona ajena a la mesa chica. Funcionaba como un universo paralelo. Más despojado, más brutal aún que el de los viejos. Se accedía por una puerta de hierro pintada de gris que ostentaba, sin el menor pudor, una cadena con candado. No tenía ventanas. Los dos tubos fluorescentes que colgaban de una de las vigas del techo, emitían un ruido de chicharra robotizada. Ese sonido, el encierro y el pestañeo continuo de la luz, invitaban a escapar. Era como estar en las torres gemelas antes del colapso final. Por supuesto que las pocas personas que entraban allí vibraban en la misma frecuencia, por lo tanto para ellos era normal actualizar los legajos de los archiveros metálicos, hacer lugar en las estanterías y salir como si nada. Todo se vendía. Desde los zapatos hasta los nebulizadores que las familias de los fallecidos no querían volver a buscar.

Era otoño, temporada alta. Con los primeros fríos, los viejos se congestionaban primero y después contraían neumonía. Las jefas de turno estaban preparadas: estiraban la situación todo lo posible y cuando ya era inútil llamaban al servicio de emergencia. En el hospital podían durar horas, no más. La ambulancia entraba al estacionamiento subterráneo y el médico que iba en ella, que por lo general era muy joven, oficiaba de gestor para lograr que internaran al paciente. Más que conocimientos de medicina, debía desarrollar el arte de las relaciones públicas. Cuando al fin le daban la autorización, bajaban la camilla con el enfermero y la conducían al ascensor. Una vez en la guardia, ya no era su problema. Por lo general, los hijos y los nietos llegaban lloriqueando y se turnaban para tomar las manos del moribundo en un gesto de pura impotencia porque a esa altura ya estaba en coma. Luego, lo de siempre: una placa, una tomografía y la inminencia del final. Al menos se morían dos por semana. Si se mantenía el promedio, el producto de las ventas permanecía constante igual que las comisiones.

El empleado que llenaba las planillas de excel, notó una tendencia anómala. El promedio de fallecidos había bajado. Enseguida se organizó un comité de crisis para analizar la situación. Aprovecharon la visita semanal de los Testigos de Jehová, siempre ávidos de auditorio para ser salvado. El personal de confianza se reunió en el fondo, cerca de la zona del lavadero. El hijo de la dueña hizo el anuncio: los números no daban. Todo el mundo deslindó responsabilidades. No obstante, con gran criterio constructivo intentaron encontrar una explicación: que la nueva cocinera hacía sopas demasiado nutritivas, que con la profesora de yoga trabajaban muy bien la respiración, que las clases de música los dejaba inconvenientemente felices.

Decidieron despedir a la cocinera y alterar levemente la temperatura de los equipos de aire acondicionado. No obstante, durante la semana en curso, era imperioso aumentar la recaudación. Como si fuera una obviedad, todos pensaron en Norita. Si bien era la más joven ─ no llegaba a los 75 años─ el hecho de ser cuadripléjica la acercaba con frecuencia al borde de la muerte, límite que obstinadamente se negaba a traspasar. Muchas tardes, cuando la temperatura era agradable, la sacaban al parque en su silla. Decía amar el aroma dulce del tilo. Buscaba su sombra y agradecía al cielo los pocos minutos de soledad en comunión con los pájaros porque enseguida, como si fuera un imán, los viejos que aún podían caminar arrimaban algún banquito y la abrumaban con sus penas y sus quejas. Justo a ella, que no había conocido el amor. Cuando Norita consideraba que ya era suficiente, pedía regresar a su habitación. Por sus condiciones, no compartía el dormitorio con nadie. Era su hogar desde hacía muchos años: un nido tibio bien aireado y con olor a colonia inglesa. La tecnología le había posibilitado una vida plena en la virtualidad de la red. Desde la computadora, ella coordinaba un blog especializado en su enfermedad, participaba en foros, se mantenía informada. Norita había advertido una inquietante periodicidad en los decesos. De hecho, había escrito un informe con fechas, testimonios, e impresiones personales. Un domingo a la noche, cuando las visitas se habían ido y los viejos se disponían a cenar, escuchó cómo alguien abría su puerta con sigilo y no dudó. Tecleó enter y publicó su informe en las redes sociales.

Al otro día, los golpes y los gritos de los policías que allanaron el lugar, tensaron la frágil tranquilidad de los viejos. Buscaban a Norita.
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©Silvia Vázquez
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1 comentario:

  1. Gracias Silvia por estar siempre atenta para la difusión de nuevos libros y encuentros culturales en general.

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