El sábado 2 de noviembre, la Profesora de Historia
especializada en Didáctica de las Ciencias Sociales y escritora, Graciela de
Mary presentó su libro "Un
laberinto de vidrios rotos" de editorial Taco de Reina, en Las 4
Plumas-Club de Arte, San Andrés.
“Un laberinto de vidrios rotos” es una compilación de
veintidós cuentos que no tratan de
historias felices. La autora intentó ser
fiel a los temas que la convocan al escribir.
Van desde lo muy íntimo como las
relaciones de familia hasta conflictos contextualizados en hechos históricos.
Con la presencia de mucho público la autora, leyó algunos de
sus trabajos y luego cerró el evento.
Uno de los trabajos del libro:
NORITA (por Graciela De Mary)
En el geriátrico, igual que en “Tiempos modernos” de
Chaplin, el cronómetro regulaba la existencia de todos. Los dueños, temerosos,
dejaron de pasar esa película, no fuera a ser que algún viejo se avivara.
La vida se había convertido en una rutina de pañales, chatas
y pastilleros. Ésos y no otros eran los protagonistas. Los ancianos eran
actores de reparto en el mejor de los casos. Todo lo que alguna vez fue deseo,
rabia, amor o lucha andaba atado a una silla de ruedas. Mientras tanto, el
celular de la dueña, no paraba de recibir llamados de potenciales compradores.
Su oficina estaba vedada a toda persona ajena a la mesa chica. Funcionaba como
un universo paralelo. Más despojado, más brutal aún que el de los viejos. Se
accedía por una puerta de hierro pintada de gris que ostentaba, sin el menor
pudor, una cadena con candado. No tenía ventanas. Los dos tubos fluorescentes
que colgaban de una de las vigas del techo, emitían un ruido de chicharra
robotizada. Ese sonido, el encierro y el pestañeo continuo de la luz, invitaban
a escapar. Era como estar en las torres gemelas antes del colapso final. Por
supuesto que las pocas personas que entraban allí vibraban en la misma
frecuencia, por lo tanto para ellos era normal actualizar los legajos de los
archiveros metálicos, hacer lugar en las estanterías y salir como si nada. Todo
se vendía. Desde los zapatos hasta los nebulizadores que las familias de los
fallecidos no querían volver a buscar.
Era otoño, temporada alta. Con los primeros fríos, los
viejos se congestionaban primero y después contraían neumonía. Las jefas de
turno estaban preparadas: estiraban la situación todo lo posible y cuando ya
era inútil llamaban al servicio de emergencia. En el hospital podían durar horas,
no más. La ambulancia entraba al estacionamiento subterráneo y el médico que
iba en ella, que por lo general era muy joven, oficiaba de gestor para lograr
que internaran al paciente. Más que conocimientos de medicina, debía
desarrollar el arte de las relaciones públicas. Cuando al fin le daban la
autorización, bajaban la camilla con el enfermero y la conducían al ascensor.
Una vez en la guardia, ya no era su problema. Por lo general, los hijos y los
nietos llegaban lloriqueando y se turnaban para tomar las manos del
moribundo en un gesto de pura impotencia porque a esa altura ya estaba en coma.
Luego, lo de siempre: una placa, una tomografía y la inminencia del final. Al
menos se morían dos por semana. Si se mantenía el promedio, el producto de las
ventas permanecía constante igual que las comisiones.
El empleado que llenaba las planillas de excel, notó una
tendencia anómala. El promedio de fallecidos había bajado. Enseguida se
organizó un comité de crisis para analizar la situación. Aprovecharon la visita
semanal de los Testigos de Jehová, siempre ávidos de auditorio para ser
salvado. El personal de confianza se reunió en el fondo, cerca de la zona del
lavadero. El hijo de la dueña hizo el anuncio: los números no daban. Todo el
mundo deslindó responsabilidades. No obstante, con gran criterio constructivo
intentaron encontrar una explicación: que la nueva cocinera hacía sopas
demasiado nutritivas, que con la profesora de yoga trabajaban muy bien la
respiración, que las clases de música los dejaba inconvenientemente felices.
Decidieron despedir a la cocinera y alterar levemente la
temperatura de los equipos de aire acondicionado. No obstante, durante la
semana en curso, era imperioso aumentar la recaudación. Como si fuera una
obviedad, todos pensaron en Norita. Si bien era la más joven ─ no llegaba a los
75 años─ el hecho de ser cuadripléjica la acercaba con frecuencia al borde de
la muerte, límite que obstinadamente se negaba a traspasar. Muchas tardes,
cuando la temperatura era agradable, la sacaban al parque en su silla. Decía
amar el aroma dulce del tilo. Buscaba su sombra y agradecía al cielo los pocos
minutos de soledad en comunión con los pájaros porque enseguida, como si fuera
un imán, los viejos que aún podían caminar arrimaban algún banquito y la abrumaban
con sus penas y sus quejas. Justo a ella, que no había conocido el amor. Cuando
Norita consideraba que ya era suficiente, pedía regresar a su habitación. Por
sus condiciones, no compartía el dormitorio con nadie. Era su hogar desde hacía
muchos años: un nido tibio bien aireado y con olor a colonia inglesa. La
tecnología le había posibilitado una vida plena en la virtualidad de la red.
Desde la computadora, ella coordinaba un blog especializado en su enfermedad,
participaba en foros, se mantenía informada. Norita había advertido una
inquietante periodicidad en los decesos. De hecho, había escrito un informe con
fechas, testimonios, e impresiones personales. Un domingo a la noche, cuando
las visitas se habían ido y los viejos se disponían a cenar, escuchó cómo
alguien abría su puerta con sigilo y no dudó. Tecleó enter y publicó su informe
en las redes sociales.
Al otro día, los golpes y los gritos de los policías que
allanaron el lugar, tensaron la frágil tranquilidad de los viejos. Buscaban a
Norita.
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©Silvia Vázquez
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Gracias Silvia por estar siempre atenta para la difusión de nuevos libros y encuentros culturales en general.
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