viernes, 3 de abril de 2020

Antonio Flores Schroeder escribe los capítulos de su nueva historia

A partir de estos días de encierro, el escritor mexicano Antonio Flores Schroeder, comenzó a escribir una historia. Con su autorización, vamos a publicar a medida que aparezcan nuevos capítulos.

La misma se titula "El encierro" y es totalmente de su propiedad.

Agradezco la confianza depositada en esta publicación, para difundir este cuento.






Capítulo I


Pese a todo siguieron mirándose. Hubo un instante en que tampoco reconocieron su voz. Primero se desvaneció el recuerdo de la última reunión en el sótano de La Cucaracha, y luego se vinieron abajo todas sus creencias. Ninguna de las cuatro sabía cómo habían llegado hasta ese lugar.
Ese día comenzó cuando Mariana sintió un revoloteo de cuervos debajo de su ombligo. No sabía si era por la ansiedad o por el hambre. Intentó no ponerle mucha atención. Se levantó del sillón en el que se quedó recostada Alexa, quien la siguió con la mirada en medio de la sala a media luz.
Olía a tabaco y el humo de cigarro flotaba junto a las réplicas de las obras de Andy Warhol y su Marilyn Monroe, que colgaban de la pared pintada de negro. En el otro sofá todavía dormían Lucía y La Tibi, sin ropa, casi como quienes al final de una noche sin rumbo terminan convertidas en cenizas del placer.
—¿Dónde chingados estamos? —preguntó con la voz pastosa después de correr la cortina blanca y asomarse por la ventana.
Ninguna de las tres le respondió. Lucía y La Tibi seguían entrelazadas en un sueño profundo. Cualquiera que las hubiera visto pensaría que estaban muertas. Alexa estiró sus brazos y volteó su rostro contra el respaldo del sillón para evitar la luz.
La mesa de madera parecía un rompecabezas. Además del salero de plástico color rosa con azul, había un mapa, algunas cucharas y un montón de fotografías.
—¿Y Panchito? —lanzó otra pregunta cuando vio su acordeón acomodado entre las patas, el asiento y el travesaño de una de las cinco sillas.
Su tono no tuvo eco. Luego intentó enfocar la mirada en el reloj de la pared, pero se dio cuenta que las manecillas giraban al revés.
Mariana tiene 19 años y mide un metro con setenta. Su tono de piel anémico suele broncearse con las largas caminatas entre su escuela y el trabajo. Prefiere andar a pie que trasladarse en el transporte colectivo, porque le parece un mal servicio público, además le hace bien el ejercicio para mantener el azúcar a raya. Tiene una cara de serenidad y una frente amplia, que junto a sus ojos movedizos y su nariz de muñeca, la hacen parecer casi siempre tranquila, aunque pocas veces se sienta así.
Buscó su celular para ver la hora pero no lo encontró. Tampoco localizó el teléfono de las demás. Hizo varios ejercicios mentales para intentar recordar cómo llegaron a ese sitio y tuvo algunos recuerdos, pero muy lejanos: un paseo a caballo cuando era niña, el vértigo que sentía en el sexto piso del edificio, donde solía hablar con sus amigas del Universo y de Dios, el salto en paracaídas en Nueva York que nunca se atrevió a dar, y su extravío de dos días en el Centro de la Ciudad de México.
—¿No piensan levantarse?
© Antonio Flores Schroeder
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Capítulo II

La Tibi es una suerte de fantasma errante. Parece desorientada mientras camina entre las cuatro paredes del sótano de La Cucaracha. El lugar, dice don Gabo, parece una tumba cerca de la línea fronteriza.
—Aquí en los tiempos de la prohibición gabacha se escondía mucho whisky antes de cruzarlo al otro lado —recordó don Gabriel mientras señalaba con su dedo índice derecho hacia el norte.
—¿De qué año son estas máquinas tragamonedas? —interrumpió La Tibi.
—Por eso la avenida Juárez, era conocida antes como ´la calle de los casinos´, había muchos casinos, supongo que deben de ser después de la década de 1930 —intuyó el dueño del lugar, quien solía pasar las noches sólo en el bar, porque no todos los clientes le caían bien, y por eso a veces cerraba la puerta del negocio, que era conocido más como un museo y no una cantina.
La Tibi, al igual que Mariana, era delgada, pero su tono de piel era moreno claro, aunque era un poco más alta. Sus amigas le decían también La Gata, porque era medio escurridiza y solía pasar largos períodos desconectada de la vida social.
—¿A cuánta gente habrán estafado con esta madre? –terció Panchito-. Yo por eso nunca he tirado a la basura mi dinero en estas máquinas.
—Ni dinero tienes, cabrón —lanzó su dardo La Tibi.
Mariana estaba sentada en las escaleras que conducen al sótano, a un lado del acordeón de Panchito. No dejaba de pensar en cómo le harían para esconder el camello que tenían en el piso de la cantina, amarrado a una de las mesas de billar, frente a la barra, donde están colgados todo tipo de instrumentos musicales.
Don Gabriel les había prometido que ahora sí, les mostraría el túnel, cuyo acceso estaba tapado con cemento, pero que conectaba con otros lugares, entre ellos, el cuarto de los masones escondido bajo el Monumento a Benito Juárez.
—Hay que mover aquella máquina tragamonedas, ahí está la compuerta, para que ya me crean —dijo el dueño del sitio al tiempo que las volteó a ver para ver sus rostros con marcados por la sorpresa y la curiosidad.
La existencia de túneles en en Centro de la urbe, se mezclaba entre los mitos y las leyendas surgidas después de la Revolución Mexicana. Pese a las investigaciones de periodistas no habían sido localizados y mientras que algunos historiadores aseguraban que eran parte de la Toma de Ciudad Juárez, otros decían que se trataba únicamente de mazmorras, utilizadas en la época de la prohibición de licor de Estados Unidos. La idea de dar por fin con una prueba de su existencia, había llevado a La Tibi y a sus amigas a indagar sobre la veracidad de los túneles. Dos meses atrás localizaron en una tienda de ropa de la avenida Juárez, un sótano que concluyeron había sido construído por revolucionarios.
Mariana se levantó para ayudar a mover la máquina, que estaba muy pesada.
—Voy por una soga que tengo arriba —expresó don Gabriel, quien subió apurado.
—Ya se cagó su pinche camello —gritó con la voz grave y hueca desde el primer piso.
Los cinco simularon no haber escuchado el reclamo del propietario de La Cucaracha. Lo conocían por neurótico, aunque muy buen amigo.
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Capítulo III


Panchito se inició en el narco poco antes de la mayoría de edad. Uno de sus compañeros de la preparatoria lo metió al negocio, cuando el cártel aún pagaba bien a sus empleados. Le dieron mil dólares por manejar un vehículo lleno de marihuana, mientras el miedo jugaba carreras con la adrenalina. Fue de una bodega cerca del aeropuerto, hasta una casa de seguridad en Anapra, a unos cuantos metros de la línea fronteriza.

Era un narcojunior. Aunque su familia no tenía dinero de sobra porque sus padres eran maestros y cobraban doble plaza en el sindicato gracias a su filiación al PRI, tampoco le faltaban recursos. De niño tuvo oportunidad de estudiar en escuelas de música, donde aprendió a tocar la guitarra, el bajo y el acordeón. A finales de la década de 1990, él y otros integrantes del cártel se reunían los jueves en la discoteca Electric Q’ y el viernes en el Chihuahua Charlies para embriagarse durante la noche, y divagar en la madrugada con las narices inflamadas de cocaína. No todo era malo, también tenían su lado religioso y moral, sobre todo cuando acudían con su familia a misa, y los lunes se presentaban en la escuela o sus lugares de trabajo como estudiantes y directivos respetables.

Diez años antes tuvo su primer encierro. No se cansaba de contar historias, algunas de ellas quizá no existieron y sólo estaban en su cabeza. De todos modos, solía tener a su alrededor a varios reos atentos a sus anécdotas, después de que la Federal lo detuvo en un operativo en una casa de seguridad en la colonia Altavista. Una tarde, después de la hora de la comida contó una de ellas.

—El día más machín fue una mañana que casi me lleva la chingada. Estábamos esperando al compa que íbamos a darle piso pero el cabrón traía a dos escoltas. Le pusimos cola como por media hora porque le debía feria al patrón, fue en la 16 y Plutarco. Los guarros se dieron cuenta y bajaron de las trocas y se armaron los putazos —relató a los demás presos, quienes apenas parpadeaban.

Usaba esas pláticas para mantener su cuota de poder y algo de protección. Ese día antes de que los guardias les hablaran para regresar a las celdas, contó con detalle de lupa lo que siguió después de la refriega.

—Nos metimos a los dos escoltas pero alcanzaron a darle en la madre al Ticho, el pistolero más chavito que teníamos en la célula.

El silencio se apoderó de todos, y Nacho hizo una larga pausa mientras les analizaba los rostros de sorpresa.

—Yo fui el que me acerqué hasta donde estaba el objetivo, un bato de mucha lana que lavaba lana para el cártel. Estaba herido, recargado en el asiento trasero de una Cherokee y le dije: “esto va por los 3 millones de dólares que no quisiste pagarle al Ruco”. Y le disparé en la cabeza.

Las imágenes que aparecieron en los periódicos locales le dieron la vuelta al mundo. En primer plano se observaba los dos vehículos llenos de agujeros, con lo escoltas bocaabajo sobre el pavimento y al fondo, en el segundo piso de la primaria Abraham González, decenas de niños apostados en los pasillos, desde donde veían con asombro lo que sucedía después con los elementos del forense, y los cuerpos policiacos de los tres niveles de Gobierno.

Así terminó su carrera delictiva.

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Capítulo IV

Cuando despertó, el dragón todavía estaba allí. No era como la serpiente antigua y tampoco como los otros reptiles gigantes que se desplazaban cada vez que sonaba el ruido de las campanas en los túneles subterráneos de Ciudad Juárez. Éste era como un caimán color verde oscuro, con alas y cuernos. Lo vio recargado en el televisor, casi inmóvil, con la mirada de un demonio perdido en la Tierra.


Eran las cuatro de la mañana cuando abrió los ojos por una intuición. Alexa desarrolló esa habilidad con el paso de los años. Aprendió a percibir la realidad de una manera clara e inmediata sin la intervención de la razón desde los ocho años, una vez que sintió que alguien estaba debajo de su cama.

Alexa era una mujer morena, alta, delgada, con la nariz puntiaguda, ojos negrísimos y fugitivos. Aunque tenía 25 años, sus manos eran torpes y rugosas. Sus amigas le decían La Bruja porque solía aparecerse en los lugares donde hablaban de ella. En una ocasión mientras Mariana veía una foto de Alexa en Facebook, sucedió lo inevitable.

—He aquí, que yo estoy parado a la puerta y llamo; si alguno oyere mi voz, y abriere la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo —recitó Alexa de memoria el versículo de La Biblia.

—A éste le abre el portero, y las ovejas oyen su voz; llama a sus ovejas por nombre y las conduce afuera —respondió también con su vago aprendizaje de los libros sagrados.

—¿Y si te hablo como Pedro Páramo —dijo después de que Mariana la abrió la puerta.

—Preferiría que me llamaras como Ronald, y después tocaras el piano como jazzista estadounidense radicado en París.

Ambas soltaron una carcajada y fueron por La Tibi para ir a La Cucaracha y entrar otra vez a la vida underground que se desarrollaba bajo la superficie de la ciudad.

Sí, el dragón todavía estaba allí.




Antonio Flores Schroeder


Nació en Ciudad Juárez, Chihuahua, en 1975 es periodista y editor. Es uno de los fundadores del movimiento cultural Escritores por Ciudad Juárez. Ha sido becario del Instituto Nacional de Bellas Artes y el Instituto Chihuahuense de la Cultura (Ichicult) dentro del taller de creación literaria “Laesta”, coordinado por José Manuel García García (2000). Obtuvo el Premio para publicación de novela con la obra Oriana (2011), por parte del Programa de Apoyo a las Culturas Municipales y Comunitarias (Pacmyc). También editó “Personajes de una ciudad sitiada”, “Baldíos” y “La hora del tarro vacío”. Fue Coordinador del taller de creación literaria La Batea de la Universidad Regional del Norte (URN) y de otros grupos literarios. Ganador de la Columna de Plata (2008) a la mejor crónica que organiza la Asociación de Periodistas de Ciudad Juárez. Actualmente se desempeña en la mesa de redacción de El Diario de Juárez. Fue director general de Revista Ombligo.
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