En el taller literario le dieron la tarea: Ir a algún lugar y escribir una historia.
Ir a algún lugar. A veces lo simple no lo es tanto. Hace más de una semana que se arrepiente por no haberlo hecho a tiempo. Ya no se puede.
Se levanta temprano aunque no haga falta. Se lava afanosamente sus manos y su rostro. Toma mate, sola, y tuesta el pan. Saluda a sus grupos de WhatsApp . Espera a que se levante el resto de la familia a la que saluda de lejos, sin besos ni abrazos.
Internet, maravilloso invento. Recorrer las redes en busca de inspiración. De pronto esa foto la lleva al pasado.
-¿Quiénes son? -pregunta su hija en el grupo de los primos grandes, que ya no son tantos, ese grupo del que los más chicos se van adueñando.
Mientras la mamá amamanta a su nieto más chiquito, le intenta responder desde su lugar. La hija solo reconoce a uno.
La memoria juega malas pasadas a veces. Sobre todo cuando esa memoria no corresponde a su propia edad cronológica. Todavía no ha nacido, y los primos aún más grandes posan en esa fotografía de papel avejentado que la cámara capturó hace más de sesenta años, y que los nuevos dispositivos hacen visible en un día inesperado.
-¿Quién es el mayor que acompaña a los niños? -interroga nuevamente la joven madre.
-A él si lo conocés, -responde la mujer- pero es tan joven allí.
Una de sus primas grandes del grupo le pone nombre a cada rostro infantil. Reconoció a algunos, confundió a otros.
No se puede salir. Tiene que escribir la historia.
Tío Pancho se aleja del lugar. Se sienta a la mesa donde tío Reinaldo juega esa broma que contó su papá tantas veces. El mate con ginebra compartido hizo estragos entre los hombres de la familia.
Los niños seguramente se metieron bajo la mesa después de ese instante, como su mamá le contó que hacían siempre. Allí están, jugando, hasta que algo provoca una pelea y las madres los rescatan del escondite habitual. Siempre pasa en las fiestas de la casa de la calle Larsen en donde vivieron sus abuelos, frente a aquella General Paz con césped y chalets.
Más tarde se mudaron a la calle Biarritz, en Chilavert.
Hasta casi cumplir su primer año, ella no pudo entrar a la casa de la calle Biarritz porque se asustó de tanta gente gritando para conocer a la nena.
Ella nunca entró en la casa de la calle Larsen.
Toma un mate, le sabe raro. Ya es adulta. Pero la borrachera la convierte en niña y de pronto la foto tiene una prima más que sonríe con sus primos más grandes.
©Nélida E. Bertolone
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