Aquel día llegué al parking y no había lugar donde
normalmente estaciono, por lo que tuve que bajar al segundo subsuelo.
Allí reinaba un silencio profundo, diferente al del piso de
arriba, y sentí que estaba mucho más abajo de lo que parecía.
Regresé una hora más tarde y encontré que el ascensor no
funcionaba. La lluvia me había empapado y quería estar en casa, tomarme algo
caliente y relajarme. El guardia me informó de que estaría reparado en unos
minutos, así que decidí esperar.
Había sido una mañana difícil.
Ni bien sacó el cartel de “no funciona”, me invitó a entrar
en el ascensor con una sonrisa en la boca.
Un pitido electrónico anunció que había llegado al segundo
subsuelo. Saqué las llaves del auto. Raramente olvido donde lo dejo, pero esa
vez no logré ubicarlo.
Estaba casi segura de que lo había dejado más cerca del
ascensor.
Ya estaba pensando que me había equivocado de piso cuando
escuché que alguien caminaba entre los otros autos. Se notaba agitado y parecía
estar buscando algo también, porque cada tanto vociferaba una maldición al no
encontrarlo.
Utilicé la alarma para localizar el lugar donde había
aparcado y, cuando estaba tratando de dejar mi bolso en el asiento trasero, apareció el hombre detrás del auto que
estaba al lado y con voz fuerte me dijo:
-No se asuste, señora. No logro encontrar el auto que me
prestaron. No sé dónde lo dejé.
Confieso que no suelo dejarme llevar por el aspecto de la
gente, pero esta vez lo hice. Estaba mal vestido, casi con harapos y olía muy
mal, a tal punto que me separé de él. Dudé que alguien le hubiera prestado nada
alguna vez.
Entré en mi auto precipitadamente, me senté e introduje la
llave en el contacto. Al levantar la vista, me lo encontré allí parado, mirando
por la ventanilla delantera y agarrado de la manija de la puerta. Sería
imposible ponerme en marcha sin lesionarle.
-No se vaya, no encuentro el auto, ayúdeme -gritaba.
Bloqueé las puertas y, sin importarme la seguridad de aquel
hombre, saqué el auto del lugar.
Solo cuando había avanzado unos metros me atreví a mirar
hacia atrás. No había nada. Ni hombre, ni harapos, ni olor.
Lancé un suspiro y me dispuse a seguir mi camino. De
repente, volvió a aparecer de la nada, impidiéndome el paso. Frené para no
lastimarlo, y él se apartó gritando:
-¡No me quiere ayudar! ¡Párenla! ¡No encuentro mi auto!
Lo esquivé y aceleré hacia la salida.
La mujer que atendía la garita estaba pálida. Ella también
había escuchado los gritos. Ella también había visto lo que había sucedido por
las cámaras de seguridad.
-Ese tipo siempre está acá abajo -me dijo. -Asusta a las
mujeres que están solas, y no hay caso. Intentaron sacarlo más de una vez y
vuelve, no sabemos cómo hacer. Cuando llega la policía se esconde y nunca lo
encuentran.
Pagué y subí por la rampa. Llegué a la calle, frené para
dejar pasar unos autos que venían circulando y, cuando miré a la derecha, un
hombre igual al que estaba abajo me saludó sonriente. Sin duda era el mismo,
pero sin harapos, sin olor y sin gritos.
Sin entender bien qué sucedía, aceleré y seguí hasta que
localicé un bar una cuadra más allá.
Estacioné, y pedí un café doble con la intención de que
acabara de despertarme de aquella pesadilla.
-La próxima vez no madrugaré tanto- me dije.
Miré al otro lado del salón y vi a un hombre sentado a una
mesa, ensimismado en la lectura de un periódico mientras dejaba enfriar su
café.
Era idéntico al hombre del parking.
Apuré mi bebida y volví a casa.
Nunca más volví a estacionar en el segundo subsuelo.
©Silvia Vàzquez
Publicado Papenfuss – Valencia. España-Revista 21 junio
2020
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