viernes, 31 de marzo de 2023

Escritor invitado: Antonio Flores Schroeder, desde México

 El elevador




De vez en vez me suceden cosas raras, situaciones que no a cualquiera le pasan, supongo. Esta mañana, como casi todos los días, salí a tiempo de mi casa rumbo a la sala de redacción.
Faltaban cinco minutos para las ocho aeme, cuando bajé de mi auto para entrar con mi termo lleno de café sin azúcar al edificio donde se hospeda mi centro laboral.
El guardia, o “Pocholo”, como le decimos los chavorucos, me abrió la puerta con su cara de hueva y apenas me soltó el buenos días como si el güey estuviera rezando. No le hice mucho caso, le regresé el saludo por mera educación mientras yo tocaba el botón del elevador y él se acomodaba detrás del mueble de la recepción.
El lugar de mi trabajo se encuentra en el piso dos, o segundo piso del inmueble, del que solemos salir de prisa como gatos de una regadera cada vez que tiembla en el sur de Texas. Por alguna situación, un descuido, pues, toqué en dos ocasiones el botón del “piso 2”.
El ascensor, como la mayoría de ustedes saben, mientras sube o baja marca en una pantallita futurista en qué piso se encuentra uno. Después de 30 segundos, me pareció que algo andaba mal, pues cuando vi esa pantalla, ya iba en el número 20 y el edificio únicamente tiene cuatro niveles.
Luego se abrió la puerta en el piso 22. Sentí el estómago como una licuadora y mi cabeza como un rehilete, cuyas aspas de varios colores, no dejaban de girar.
Di un paso hacia adelante y luego otro y otro y a lo lejos detrás de una puerta de lo que supuse era una oficina escuché varios ruidos:
golpes de los dedos sobre los teclados
el rodillo
el espaciador
y el saltador marginal de unas máquinas de escribir.
El nivel 22 era diferente al de nuestra sala de redacción. Lo primero que noté fue que el suelo era distinto al de las otras plantas, sobre todo por el piso laminado y las paredes llenas de adornos religiosos, muy distintos a los del número dos, distinguido por una colección de réplicas de pinturas de Caravaggio.
La puerta que encerraba el alboroto de otros tiempos no estaba cerrada del todo. Entonces me asomé, pero no alcancé a ver qué había detrás, y la empujé con cuidado. Había unos cincuenta seres, no puedo decir que humanos, porque no lo eran.
Estaban todos de espalda, escribiendo, ensimismados cada quien como en un mundo parte. Algunos con sus cuerpos humanoides tenían cabezas de caballos, jirafas, perros, gatos, unicornios, tiburones, musarañas elefantes y hasta de lagartijas.
No quiero escribir que me asusté, bueno, sí fue así. Se me fue el aire como si me hubieran dado una patada directa en los testículos. Regresé por donde entré y enfilé hacia el elevador, y con mucho cuidado le ordené descender al piso 2.
Ya habían pasado quince minutos de mi hora de entrada.
-¿Y ahora qué te pasó? —me dijo una compañera diseñadora en tono de burla. -Estás medio pálido, ¿todo bien?
-Sí, todo bien —contesté mientras le daba otro trago al café antes de encender mi computadora.
(Primera versión)

Antonio Flores Schroeder
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