Después de cenar, nos sentábamos en el sillón del living,
mirado hacia afuera. EL balcón siempre tenía la cortina corrida, porque a esa
altura nadie podría ver qué hacíamos o dejábamos de hacer. Desde el octavo
piso, la vista era muy buena, el cielo al atardecer.
Mostraba el sol bajando de a poco con sus naranjas y
amarillos fuertes, los días de verano. Cuando llovía, me gustaba ver hacer el
agua y a veces hasta salía a asomarme para que me mojara un poco el cabello y
me sentía aún más fresca.
Aquella noche, preparé el café y lo llevé hasta la mesita de
madera improvisada hasta que pudiéramos comprarnos una de verdad. Estaba casi
todo el departamento amoblado pero faltaban detalles.
Hacía cuatro años que estábamos juntos, y dos que convivíamos. Nunca habíamos hablado seriamente de compartir la vida, solo dejábamos fluir nuestra relación.
La decisión de ir a vivir juntos surgió
justamente una noche de lluvia, cuando estaba tan empapada al salir de un
restaurant que la invitación a quedarme en su casa derivó en la de quedarme a
vivir con él.
Envolví mi taza en mis manos, para calentarlas un poco más.
El cerró la cortina del balcón, fue hacia la cocina y encendió unas velas
aromáticas que habíamos comprado en el Tigre.
-Dijimos que esas velas eran ara una ocasión especial, le
dije
-Exacto, recuerdo. Bueno. Esta lo es, me respondió.
- ¿Ah si? Mirá que no pienso perecer a tus encantos para que
por fin mañana vayamos a la fiesta de la empresa, respondí.
- ¿Y si mejor vamos al registro civil a pedir una fecha y
nos casamos?
Solté la taza, cayó sobre el piso. No me importó limpiar el
café un rato más tarde. Solo lo abracé y le dije que sí, en voz tan alta que
creo que me escucharon del edificio que estaba a media cuadra.
-
Los momentos felices vienen solos, me dijo. Sin
muchos planes, sin declaraciones pomposas, solo con amor.
Aquella noche de abril, fue la primera de muchas otras
noches felices.
©Silvia Vázquez
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