viernes, 6 de diciembre de 2019

Un poco de historia de nuestra ciudad

Sucedio en las Crujías de los Santos Lugares de Rosas


Por Elisa Corina Bacigaluppi

La diligencia devoraba distancias. Recorría huella tras huella, sorteaba pajonales, vados y parlanchines charcos, pues las ranas croaban sin cesar. En días anteriores la lluvia había dejado sentir su bendición, después de un estío caluroso y agobiante.  El cochero, un moreno vivaz y baquiano junto al postillón, guiaban el carruaje con rumbo noroeste. Habían partido de Palermo de San Benito y se dirigían hacia los Santos Lugares de Rosas. De pronto, las caballerías se detuvieron. La otoñal mañana mostraba árboles que se iban desnudando lentamente y dejaban lucir los barrocos y caprichosos ramajes. Los pastos iban perdiendo su auténtico color y resplandecían humedecidos por el sereno de la noche anterior. El perezoso sol despuntaba por el oriente y ya no ofrecía su febril brillo y calor y las primeras golondrinas revoloteaban en el firmamento, rumbeando hacia regiones boreales para que San Juan de Capistrano las recibiera con sus mejores galas. Cuando se abrió la portezuela, descendió un  hombre de elegante porte, rubio, con unos ojos celestes que difundían una decidida y vibrante personalidad.

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Gentilmente ayudaba a la otra pasajera a que abandonara el coche. Joven dulce y serena, con una sonrisa amable que atrapaba a aquel que estuviera en su grata compañía. El punto elegido era estratégico por su gran altura e importante cruce de caminos reales. En el lugar había una casona con techo de tejas, un portal de entrada de gruesa y fragante madera, ventanas enrrejadas y una galería con celestiales glicinas y perfumados jazmines que embalsamaban el aldeano ambiente.
Próxima a la entrada principal había una fuente de varios niveles, trabajada en hierro fundido, traída de la Galia, con unas imágenes mitológicas que recobraban vida cuando las cantarinas y cristalinas aguas descendían distraídas y al salpicar cada gota se mimetizaba con los rayos solares y se convertían en verdaderos prismas policromados.   Era una delicia ver a los pajarillos acercarse tan decididos, a beber su natural aguamiel.
En el fondo, un emparrado con troncos retorcidos que dejaban ver sus postreras hojas.   Juntos recorrieron las habitaciones, donde no faltaban los sahumadores de bronce de exquisita composición en las que ardían las brasas aromando ya sea con incienso, benjuí o bergamota. En una de ellas se observaba una biblioteca, cuyo mueble del más puro nogal, dejaba ver en los lomos obras de filosofía, arte y todo lo relacionado con la formación de una cultura general. Luego pasaron a los exteriores de la vivienda, donde los faroles labrados por delicados artesanos del país, se destacaban junto a las columnas terminales de la galería. Todo encerraba un paisaje mezcla de bucólico y ciudadano. Además, en las proximidades había restos de antiguas edificaciones que eran "Las Crujías del Convento de los Mercedarios; que se habían radicado antiguamente en la zona. Todo el conjunto formaba, en ese momento, un verdadero campamento militar. No faltaba el arsenal, un lugar de instrucción, remonta, reclutamiento y un taller del Ejército Federal. A consecuencia de esto empezaron a surgir radicaciones de chacras, quintas, tambos, hornos de ladrillos y por consiguiente aparecieron pulperías, tahonas, almacenes de ramos generales, un verdadero asiento poblacional. El horizonte se extendía por doquier y todo era un canto al trabajo. Idas y venidas. Civiles y uniformados. Voces de mando, diálogos serenos y cuchicheos misteriosos. Ruidos de metales y de briosos corceles, la maza sobre el yunque y las bigornias sacaban chispas irisadas desde el amanecer hasta el Angelus que lo señalaba el tañido del convento cercano.
Mientras el gentilhombre ultimaba detalles, la joven ambulaba por los alrededores y vio que un soldado de distinguida presencia la observaba. Ambas miradas se cruzaron encerrando una atracción singular. El joven cautelosamente se acercó, medió un corto diálogo y luego el saludo final. Ella quedó extasiada, perdiendo la noción de todo lo que la rodeaba. El también, embelesado al oír la dulce voz de la niña era como si hubiese interpretado las bellas prendas morales que la adornaban.
Llegó la hora de la partida y abordaron el carricoche, pero ella, con sus ojos puestos en la traslucida ventanilla, miraba hacia el infinito sin dejar de pensar en él  grato y casual encuentro. Cada vez que su progenitor volvía al lugar se las ingeniaba para acompañarlo Y así fueron sucediendo los furtivos y amorosos
En oportunidades, él también, se llegaba hasta la residencia de Palermo y en discretos momentos disfrutaban del romance.  No para menos, ella cautivaba al que la descubría y él lucía una distinguida presencia y sus maneras sumamente agradables  mostraban una jovial sonrisa y a través de sus ojos una mirada clara e inteligente.
Pero sucedió que en una de las tantas visitas al mencionado pago llegó raudamente un chasqui patriota anunciando que en el encuentro de "Obligado" en la guerra del Paraná, todos se defendieron como héroes, a pesar de los escasos recursos con que contaban frente a la escuadra anglofrancesa, dueña de los mares del mundo y que habían sufrido muchas bajas. En la lista de los muertos se mencionaba al teniente Carlos Alvarez Rúa.  Al escuchar esto, ella palideció, pero tuvo que ocultar su sentimiento, pues aún la situación era desconocida, salvo para algún hábil entendido que la supo intuir. La mayoría ignoraba la novel historia de amor.
Grande fue su desconsuelo, no había nada ni nadie que la distrajera. A partir de ahí para ella no hubo placer ni alegría. Hasta que el tiempo que mitiga todos los dolores, hizo que se disiparan sus angustias y nuevamente continuara colaborando en todo lo concerniente a los destinos de su querida patria. Palermo de  San Benito la vio sonreir nuevamente rodeada de sus cálidas amigas, caminar y jugar con ellas al “Gallito Ciego” en esos jardines que, como el de Las Hespérides ofrecían una lujuria a lo ojos de los numerosos visitantes nativos y extranjeros que allí acudían.

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