Y llegó el día, desapareció
la magia de sus piernas
y la musa de su balón,
pero perdura el eco, la reverberación
del cántico de su Nombre.
Se fue “el distinto” por ser pobre,
el despreciado por estar entre “los ricos”.
No se verá más al insolente, “al soberbio”
que no respetaba Autoridad alguna,
y engañado o no, amaba a los sencillos,
a los maltratados, a los que no podían
decir de sus dolores.
El mujeriego, el arrogante, el falopero
ya no molestará con sus dramas y extravagancias,
los mediocres, los verdaderos egoístas y caretas,
los resentidos, por no haber tenido su suerte,
ya no se atreven a decir más nada
y están muriendo con la saliva de su odio.
Contemplamos en cada uno de nosotros
lo complejo, lo divino, la locura sin remedio
vemos al hijo de Dios y al esclavo del demonio,
al hombre tan maravilloso como caótico
tan lleno de amor puro
como de egoísmo y vanidad.
Murió “el dios” para sus devotos
quedando para el mundo, “el Diego”
tan increíble como efímero.
Que se equivocó como cualquiera,
¿quién de nosotros?
los moralistas, los religiosos,
los que tuvimos una buena educación,
un pasar acomodado,
una niñez con muchos sueños
puede decir: ¡yo no hubiera vivido así!
Se fue tal vez el cristiano laico
más amado de los últimos sesenta años
porque aún con sus errores y caídas
ayudaba a los demás,
y no me vengan con su ideología
porque la tipificación o las “etiquetas”
son fruto, muchas veces,
de los que “saben mucho”
y no hacen nada por el otro.
Acaba de morir
el jugador más controvertido
pero, sin dudas, el mejor de todos los tiempos
porque jugaba como nadie
porque desafiaba todos los límites
y más que nada,
porque hacía que todo el mundo
fuera feliz con la pelota.
¡Gracias! ¡Muchas gracias!,
Diego Armando Maradona.
©Juan Portí.
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