EL DESVÍO DE TRADUCIR
I
“Home is when one stars from. As we grow olderthe world becomes stranger, the pattern more complicated of dead and living.”
Villa del Parque. La casa, estilo inglés, blanca, delicada, silenciosa. La familia, clase media culta, comprometida con la educación de los hijos. Ese era el mundo de David.
El mundo.
La primera lengua de la madre de David fue el inglés. Hija predilecta de un padre encantador, ingeniero, atraído hacia la Argentina por el ferrocarril. David la recordaba caminando como si apenas apoyara los pies en el suelo. Su andar era brisa, aleteo de la falda, susurro.
Los cuatro hijos se deleitaban escuchándola. La madre les leía historias, fragmentos de novelas. A través de lo que ella les narraba intuyó que la historia es llanto, alegría, dicha y desdichas. Su dulzura era una puerta a la irrealidad.
Profesora de literatura inglesa, trabajaba intensamente.
El padre, una persona amable, de buen trato. Abogado, tenía un estudio jurídico cerca de Tribunales. David, el menor de los hijos, íntimamente festejaba cuando lo acompañaba al trabajo, aunque hablaran poco. Sólo política y deportes. Era así con todos los hijos. Extremadamente reservado, absorbido por su trabajo, había delegado la educación de los hijos en la madre.
David se recordaba mirando desde su extrañeza cómo, con estudiada calidez, la pareja se entendía. Jamás una discusión seria. Estaba orgulloso.
No conoció a sus abuelos. Viendo a su alrededor, pensaba que supieron morir a tiempo. Cuando no hacían falta.
En la infancia del muchacho, prolijamente diseñada, las mucamas desentonaban. Se resistía a quedarse con ellas. Les temía. Sentía que sus miradas lo arañaban, que se apropiaban de la casa cuando los padres salían por trabajo o placer. En el preciso momento en que se alejaban en el auto, David vomitaba. La fiebre aumentaba al ritmo del miedo.
Un día, recorriendo el jardín, oyó gemidos. Quiso saber. Los ojos vieron una araña rodando sobre el pasto, una araña con dos cabezas, brazos y piernas humanas. Nada entendió. Pero una de las cabezas lo miró. Sintió terror. Intentó hablar con el padre. No supo cómo. Menos aún con la madre. No pudo hallar palabras para contar lo sucedido.
Aprendió a callar.
Después supo que los dueños del poder las habían diseñado de ese modo. No sin complacencia, ellas calzaban en ese diseño.
Un reumatismo infeccioso lo postró en la cama durante varios meses. Tenía diez años. La enfermedad retuvo a la madre junto a él pero le dejó un corazón demasiado débil y la huella de un dolor sin palabras. Sin embargo, le deparó un beneficio: no hizo el servicio militar. En la libreta de enrolamiento resaltaba: No Apto.
Años más tarde, comiendo un tostado en un bar cerca de la facultad de Filosofía y Letras (David cursaba la carrera de Letras), descubrió a una pequeña de grandes ojos que lo miraba comer. La boca seguía sus movimientos y disfrutaba, desde el hambre, lo que él saboreaba. David salió a la calle, la invitó, comió con ella, rió con ella.
Ese encuentro lo llevó a militar. Le disgustaba la palabra: veía a un militar. Pero aunque percibía el ruido a lata, a falsete, a ansias de poder, tuvo la necesidad de hacer algo para que los arrojados del mundo pudieran sonreír.
La muerte de la madre, bajo una lluvia afilada, lo descolgó del mundo.
La velaron.
La muerte, un vidrio sucio.
La nada, una extrañeza.
Las fotos, confusión de tiempos.
¿La vida, un paseo por la tristeza?
Tenía veinticuatro años cuando conoció a Margot.
El cielo, agua sorprendida.
Ella, una llanura de pastos tiernos.
La deseó.
La devoró.
II
A los dieciocho años, Margot supo lo que era desear a un hombre hasta el dolor. Morir con él.
Ese era su modo de hacer el amor.
Eso.
Vivir lo que no se puede explicar.
Disfrutar.
En verdad, solía decir que le enseñaron los libros. Y fue a través de ellos que los ojos se le abrieron a otros paisajes, la sangre respiró lo eterno, lo breve del tiempo.
Los libros fueron su mundo.
El mundo.
La llamaban Margot. Por la abuela francesa. Ella, nacida en una familia feliz, nunca una discusión entre sus padres, iba a ser una flor. Y no para ser deshojada como una margarita sino para bailar la vida como Margot Fonteyn.
Le gustaba más Leslie Caron. A los quince años se miraba en esa cara, llevaba flequillo, tenía el pelo cortado a lo garçón. Y bailaba en las escaleras como en “Las zapatillas de cristal”.
La vida iba a ser goce.
Una tarde lejana de 1974, tenía veinte años, le presentaron a David. Le miró el cuello, la nuez, imaginó los hombros, el torso debajo de la camisa, los muslos.
El deseo es la joya más difícil de hallar. Se devoraron.
La noche fue danza.
Efímero.
En algún momento, el horror.
Miércoles. La mañana apuró su paso. Gestionaba una beca para Francia cuando, camino al consulado, Basavilbaso, no recordaba el número, la detuvieron. La interrogaron. Le golpearon las piernas hasta quebrarlas.
La quebraron.
A él lo detuvieron en un allanamiento, ese mismo día, la misma mañana, el mismo aire que había respirado ella.
Margot avanzaba por calles soleadas. Anestesiada, Un viento vacío.
No lo volvió a ver. Supo que al año salió en libertad.
La oscuridad es la playa, alfombra de noche.
No volvió a bailar. ¿La vida iba a ser goce?
Bailaría la vida como Margot Fonteyn.
III
La traducción... De la danza al francés, apenas un giro, una vuelta, une tournée. Traducir era la posibilidad de continuar bailando.
Un día, como si hubiera recibido algún mensaje, salió de la casa. Necesitaba caminar antes de sentarse en el bar. Escribiría después.
Desde que empezó a dedicarse a traducir, surgió en ella el deseo de escribir. Quería ponerle palabras a su experiencia, al desvío (¿a la danza?) de traducir. Pronto tendría el libro terminado, si no fuera porque alguna poesía indiscreta se le escabullía al papel.
La primavera recién nacida lastimaba la ciudad.
Un sol tímido, tibio.
Cuando entró al bar, se detuvo para buscar alguna mesa aislada a la que le diera un poco de sol. No la encontró. Se ubicó en uno de los boxes. Miró a su alrededor. Tenía ganas de engañar, de crear la escena de alguien que va a encontrarse con otro. Desplegó los papeles sobre la mesa; con la mirada tocó al mozo.
_ ¿No va a esperar? – el mozo había creído en su representación.
_ La verdad es que no sé si van a venir o no, pero lo que sí sé, es que me muero de hambre.
_ Usted dirá...
_ ¿Me alcanzaría una carta, por favor ?
_ La tiene allí.
_ Disculpe – miró la carta - Quiero un lomito completo con tomate, lechuga, jamón y queso. ¡Ah ! Y una gaseosa ligth. Cualquiera.
Relajada, se puso a observar. Mientras lo hacía, tropezó con los ojos de un anciano que le extendía unos peines protegidos por un plástico.
_ Cómpreme... cómpreme los peines, cómpremelos - balbuceaba.
El ruego se le pegaba en el cuerpo.
_ No necesito peines – dijo con tristeza.
_ Por favor.
Recordó las palabras de una amiga: “No puedo dejar de ayudar a los viejos. A ellos les compro pero a los jóvenes no, porque pueden trabajar. Y a los chicos tampoco porque no sé para quién es ese dinero. Pero a los viejos ...“
_ ¿Cuánto valen?
_ Diez pesos.
_ Es demasiado. No necesito peines.
_ Estos peines no son comunes.
El viejo ya había pasado por todas las mesas. Algunos, abiertamente, se habían negado. Otros, desviaron la vista. Le miró las manos. (Tuvo la necesidad de hacer algo para que los arrojados del mundo pudieran sonreír). Compró. “Ni que tuviera una peluquería”, pensó mientras estudiaba los seis peines ordenados en un estuche.
Distraída, terminó de escribir el poema que había guardado desde hacía veinte años. El sol de la ventana la golpeó. Creyó ver en el cristal la imagen distorsionada de David.
¿Locura?
El aire le empezó a faltar, llamó al mozo, pagó.
Huyó.
Veredas, autos, pavimento, bocinas.
La tarde, llovizna de sol.
Se paró en el puesto de flores. Unas manos desnudas - recordó las que una hora atrás le habían impuesto los peines - le ofrecieron jazmines. Encandilada por el sol, sin mirar, preguntó:
_ ¿Por qué?
_ Porque sí. Vi como ayudabas al viejo y quise regalarte una flor. – contestó una voz que le pareció conocida.
IV
“There is only the fight to recover what has been lost
and found and lost again and again…“
T. S. Eliot
La traducción era inadecuada. Pero, ¿cómo pasar, trasladar de una lengua a otra la emoción, la idea del autor?. Había que intentarlo. Ese era su trabajo, el asunto al que se había dedicado desde su partida.
Invierno. Londres. Un refugio. Los días fríos, iluminados por un sol de cristal que danza - una de las frases que siempre recordaba de Margot – lo habían protegido de la desesperación.
Culpable de haber roto lo único que lo ligaba a la vida.
Después de la detención, no quiso, no pudo hablarle. Menos aún, verla. Nada que lo ligara a la Argentina. A la araña. A la extrañeza.
Miró por la ventana.
Nunca hubiera querido desertar de Buenos Aires. Magnífica. Violenta. Recordaba la desnudez de los árboles, el dolor de los jazmines.
Por las madrugadas, la tristeza de la bocina de los autos.
Las mañanas, un agujero.
Gritar. Eso quería.
Alucinado, creía ver a Margot en las calles húmedas. La mirada se le iba lejos. Londres, inmensa, compacta, era un escondrijo para cualquiera. Ella podría estar en algún lado, no lejos de allí. Las tardes solían arrojarle a la cara el perfume.
¿Delirio?
Las tardes. Un agujero.
Se veía. De afuera. Una película.
Las noches. Un agujero.
Los vientos fueron borrando la voz de Margot.
No sus frases.
No su piel.
Nunca su alegría, ondulación de las notas.
Ella era la danza extraña que él hubiera deseado traducir.
V
Lo miró apenas, agradeció, tomó el ramo, se fue.
Caminó el sueño de la noche anterior. “Avanzaba por calles soleadas cuando la nieve la cubrió hasta las rodillas. Anestesiada. Las calles, de golpe oscuras, indiferentes. Gritó ¡David!. Un viento vacío la despertó.”
Temblando de frío, abrió la puerta del departamento, tiró las cosas sobre la mesa, se tranquilizó, llenó con agua el florero redondo, que había traído de las vacaciones por el sur. Uno por uno, los jazmines nadaron en el agua. Lunas que danzan en un cielo transparente, pensó. En medio del ramo, el pequeño sol de cristal: una margarita.
Encendió la computadora.
Recordó los ojos del viejo. Danzaban tristeza. Recordó las manos. Las otras manos. Se dirigió hacia la ventana. Ya no llovía sol. Era la tarde la que llovía.
Volvió al poema, lo imprimió, releyó, sonó el teléfono, corrió para atender, equivocado. Salió a buscar a quien le regaló las flores, bajó con la cartera apretada contra el pecho, caminó, caminó, caminó, sintió que la seguían.
¿Locura?
El puesto de flores, cerrado. Volvió al bar, el mozo se asombró. El encargado de le entregó una nota, reconoció la letra.
“El deseo es la joya más difícil de hallar”.
David.
Barba apenas crecida, anteojos oscuros, sobretodo negro, largo. Reconoció primero las manos, las mismas manos que la rozaban en mordiscos de recuerdos. Después, la voz.
_ Estuve en Londres – lo oyó decir – No me animé a escribirte. No quería comprometerte.
David se sentó a su lado. Hablaron, recostados sobre las palabras, bebiendo de cada palabra.
Se gustaron.
Se devoraron.
La vida iba a ser goce.
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