«El 14 de noviembre de 1995 maté sin querer a la hija mayor
de mi hermana,
haciendo marchatrás con el auto.
Entre el impacto seco, los gritos de pánico de mi familia y
el descubrimiento de que en realidad había chocado contra un tronco, ocurrieron
los diez segundos más intensos de mi vida. Diez segundos durante los que me
aferré al tiempo y supe que todo futuro posible sería un infierno interminable.
Yo vivía en Buenos Aires y había viajado a Mercedes para
festejar el cumpleaños número ochenta de mi abuela paterna
(por eso recuerdo la fecha exacta: porque en unos días mi
abuela cumplirá noventa,
porque en unos días se cumplirán diez años de esto que ahora
narro y que me marcó como ninguna otra cosa, ni buena ni mala, en la vida).
Festejábamos el aniversario de mi abuela con un asado en la
quinta; ya estábamos en la sobremesa familiar. A las tres de la tarde le pido
prestado el auto a Roberto para ir hasta el diario a entregar un reportaje. Me
subo al coche, vigilo por el espejo retrovisor que no haya chicos rondando y
hago marchatrás para encarar la tranquera y salir a la calle.
Entonces siento el golpe, seco contra la parte de atrás del
auto, y se detiene el mundo para siempre.
A cuarenta metros, en la mesa donde todos conversan, mi
hermana se levanta aterrada y grita el nombre de su hija. Mi madre,
o mi abuela, alguien, también grita:
—¡La agarró!
Entonces me doy cuenta de que mi vida, tal y como estaba
transcurriendo, había llegado al final. Mi vida ya no era.
Lo supe inmediatamente. Supe que mi sobrina, de tres años,
estaba detrás del auto; supe que, a causa de su altura, yo no habría podido
verla por el espejo antes de hacer marchatrás; supe, por fin, que efectivamente
acababa de matarla.
Diez segundos es lo que tardan todos en correr desde la mesa
hasta el auto.
Los veo levantarse, con el gesto desencajado, veo un vaso de
vino interminable cayendo al suelo. Los veo a ellos, de frente, venir hasta mí.
Yo no hago nada; ni me bajo del coche,
ni miro a nadie: no tengo ojos que dedicarle al mundo real,
porque ya ha empezado mi viaje fatal en el tiempo, mi larguísimo viaje que en
la superficie duraría diez segundos pero que, dentro mío, se convertirá en una
eternidad pegajosa.
En ese momento (no sé por qué es tan grande la certeza) no
tengo dudas sobre lo que acabo de hacer. No pienso en la posibilidad de que sea
un tronco lo que he embestido, ni pienso que mi sobrina está durmiendo la
siesta dentro de la casa. Lo veo todo tan claro, tan real,
que solamente me queda pensar por última vez en mí antes de
dejarme matar.
“Ojalá el Negro me mate” —pienso—, “ojalá sea tan grande su
enajenación de padre salvaje, tan grande su rabia, que me pegue hasta matarme y
no me dé la opción de tener que suicidarme yo mismo, esta noche, con mis
propias manos, porque soy cobarde y no podría hacerlo, porque cometería la peor
de todas las bajezas: me iría a Finlandia”.
Utilizo esos diez segundos, los últimos de calma que tendré
en toda mi vida, para pensar en quien ya no seré nunca más.
Tenía casi veinticinco años, estaba escribiendo una novela
larguísima y placentera,
vivía en una casa preciosa del barrio de Villa Urquiza, con
una mesa de pinpón en la terraza y toda la vida por delante, trabajaba en una
revista donde me pagaban muy bien, tenía una vida social intensa, era feliz, y
entonces mato a mi ahijada de tres años y se apagan todas las luces de todas
las habitaciones de todas las casas en las que podría haber sido feliz en el
futuro. Lo pienso de ese modo, desapasionadamente, porque ya no tengo ni cuerpo
con el que temblar.
En esos diez segundos, en donde el tiempo real se ha roto
literalmente, en donde el cerebro trabaja durante horas para instalarse en un
recipiente de diez segundos,
descubro con nitidez que mis únicas opciones —si mi cuñado
no me hace el favor de matarme allí mismo— son las de huir
(huir de inmediato, sobornar a alguien y escapar del país) o
suicidarme. Lo que más me duele, tal como están las cosas, es que no podré
volver a escribir literatura, ni a reír.
Durante mucho tiempo, durante años enteros, me siguió
sorprendiendo la frialdad con que asumí la catástrofe en esos diez segundos en
que había matado a mi sobrina.
No fue exactamente frialdad, sino algo peor: fue un
desdoblamiento del alma,
una objetividad inhumana. Me dolía saber que ya no podría
escribir, que en el suicidio o en la huida —aún no había optado con qué
quedarme— no existiría esa opción: la de los placeres.
Podía irme a Finlandia, sí, a cualquier país lejano y frío,
podía no llamar nunca más a mi familia ni a los amigos, podía convertirme en
fiambrero en un supermercado de Hämeenlinna, pero ya no podría volver a
escribir, ni amar a una mujer, ni pescar.
Me daría vergüenza la felicidad, me daría vergüenza el
olvido y la distracción.
La culpa estaría allí involuntariamente,
pero cuando comenzara la falsa calma o el olvido momentáneo,
yo mismo regresaría a la culpa para seguir sufriendo. La vida había terminado.
Yo debía desaparecer.
Pero si desaparecía, qué. Qué importancia podía tener darles
a ellos la serenidad de no ver nunca más al asesino. Ellos, mi familia, los que
ahora corrían lentamente desde la mesa al coche para matarme o para ver el
cadáver de un niño, podrían creerme exiliado, lleno de dolor y de miedo,
temeroso y ruin,
o agorafóbico; o podrían sospecharme loco, como esas
personas que pierden el rumbo y la memoria después de los terremotos;
alucinado, mendigo, enfermo; podrían hasta perdonarme pues me creerían fuera de
toda felicidad, fuera de todo placer. Matarían a quien blasfemara mi memoria
diciendo que se me ha visto reír en una ciudad finlandesa, a quien dijera que
se me ha visto beber en un bar de putas, o escribir un cuento, ganar dinero,
seducir a una mujer, acariciar un gato,
pescar bogas o dar limosna a un marroquí en el metro. No
creerían que alguien (ya no yo en particular, sino que nadie) fuese capaz de
semejante flaqueza, de tan penoso olvido,
de matar y no llorar, de escapar y no seguir pensando en la
tarde de verano en que una niña de tu sangre ha muerto bajo las ruedas del
coche.
Diez segundos eternos hasta que alguien ve el tronco y todos
olvidan la situación.
Nadie, ninguna de todas las personas que almorzaban aquella
tarde de hace diez años en Mercedes, recuerda ahora esta anécdota. Nadie ha
tenido pesadillas con estas imágenes: sólo yo me he despertado transpirado
durante años enteros, cuando esos diez segundos regresan por la noche sin el
final feliz del tronco; para ellos no ocurrió más que la abolladura de un
guardabarros al final de la primavera.
Nada malo pasó aquella tarde, ni nada malo ocurrió, antes o
después, en mi vida.
Han pasado diez años desde entonces y todo ha sido un
remanso en el que nunca lo irreversible se ha metido conmigo.
¿Por qué entonces, en estos días, siento que he cumplido
sólo diez, y no treinta y cinco años? ¿Por qué le doy más importancia a esta
fecha en que no maté a nadie, que a aquella otra fecha anterior en que salí de
mi madre dando un grito eufórico de vida?
¿Por qué algunas noches me despierto y descubro que me falta
el aire, y recuerdo como real el frío de una cabaña en Finlandia,
y me encuentro con las hilachas de la angustia y el exilio,
y me ahoga la cobardía de no haber tenido la voluntad de suicidarme?
Es la fragilidad de la paz la que nos devuelve al escalofrío
y a la incertidumbre. Es la velocidad infernal de la desgracia, que acecha como
un águila en la noche, la que sigue allí escondida para quitarnos todo y
dejarnos aferrados a un volante y pensando que la única opción es morir solos
en Finlandia, con los ojos secos de no llorar.
Por suerte, casi siempre es un tronco y vivimos en paz. Pero
todos sabemos, por debajo de la risa y del amor y del sexo y de las noches con
amigos y de los libros y los discos, que no siempre es un tronco.
A veces es Finlandia».
Hernán Casciari - Finlandia.
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