Anoche tocaron la puerta poco después de las tres de la
mañana. Fueron seis golpes, uno tras otro y bastante monótonos. Los perros se
alborotaron y las cachorras que ya no son cachorras, se convirtieron en hienas,
y se colocaron en posición de ataque cerca de la puerta.
Antes de abrir, me asomé por el agujero de seguridad y
observé que del otro lado había unos ojos claros e quietos, que también querían
ver a través de ese pequeño túnel, donde suelen ocurrir todo tipo de
ocurrencias.
—¿Quién? —pregunté con la voz todavía adormilada.
—Octavio Paz— soltó de tajo.
Le abrí para que pasara. Con él entró el frío de enero y el
ruido del tren que provenía de un recuerdo.
—Voy a la India, ¿tendrás el libro de Elena que te presté el
mes pasado? Para mí es importante y quiero llevarlo a mi travesía.
Luego de darnos un abrazo mientras los perros no dejaban de
ladrar, lo invité a sentarse en el sofá de la sala y le ofrecí un café.
—No, muchas gracias. Sólo vengo de paso.
Sentí un remolino en el estómago. Ese libro se lo había
prestado a una amiga la semana pasada, cuando por azares del destino pasamos
una noche en un motel.
—Ya quiero conocer a Santha Rama Rau —dijo moviendo sus
manos como avispas extraviadas, mientras yo caminaba hacia mi estudio, como si
de verdad fuera a encontrarme el libro que me había prestado.
Mi amiga no vivía lejos y existía una posibilidad de salir
por la ventana y regresar en menos de cinco minutos, así que le marqué pero su
celular me mandó al buzón. Cuando enloquecen las emociones, en mi caso, se
incrustan en él área del ombligo. Ahí es el lugar donde nacen las pesadillas.
En esa desesperación me encontré unas gotas que funcionaban muy bien para
quedarse dormido en menos de dos minutos, así que fui al refrigerador, y le
serví la limonada que tanto le gusta, acompañada de su respectiva dosis para
llevarlo al paraíso. Eso me daría tiempo de esperar a que amaneciera para ir
por el libro a casa de mi amiga.
—No te hubieras tomado la molestia, Toño —respondió
tranquilo.
—No, cómo crees, no es ninguna molestia —respondí con el
cinismo que a veces cargo.
La idea funcionó bien. Paz quedó dormido en el sillón. Luego
lo arrastré por el pasillo para dejarlo recostado en el sillón del estudio,
pero Layla, una de las cachorras que no es cachorra, le mordió uno de los
zapatos que por cierto, estaban recién boleados, quizá eso fue lo que le llamó
la atención. Le hizo un agujero.
La desesperación se convirtió en angustia. Luego encerré a
los perros en una recámara. Un problema había llevado a otro, ya no sólo era el
libro sino el zapato, y el problema era que Octavio era obsesivo con sus
zapatos. Al dejarlo en el sillón, sonó otra vez la puerta, no seis veces, sino
siete.
Pensé muchas cosas. Tal vez alguien lo esperaba afuera y
había notado su tardanza.
Me asomé por el agujero de seguridad y era Elena Garro. Sudé
frío y pasaron por mi mente algunas imágenes con las que he tenido que lidear
en los últimos años: el búho dentro del refrigerador, una paloma sin alas
debajo de la cama y nueve hormigas desplazándose en fila mientras carga a un
grillo muerto.
Abrí y la invité a pasar.
—Hola, querido, estás muy agitado. ¿Qué te pasa?
—Nada, no te preocupes, estaba soñando.
—Este olor me parece conocido —dijo mientras el aroma de la
loción del autor de Piedra de sol empezaba a disiparse.
Lo primero que se me ocurrió para desviar la conversación
fue decirle que su visita me hacía muy feliz y después le pregunté qué hacía en
mi casa a esa hora.
—Se extendió la velada literaria en casa de Martina, y como
queda cerca de tu casa, me acordé que tenía un libro que te había prestado del
cabrón de Octavio.
Se trataba de El Laberinto de la Soledad, libro que por
cierto estaba en casa de otra amiga.
—¿Es limonada? —preguntó al ver el vaso a medias que había
dejado Paz en la mesa central.
Elena es muy confianzuda. No tardó en darle el primer trago
sin saber que se dormiría y que unas horas después, despertaría de nueva cuenta
junto a Octavio. Lo de sus libros es otra historia.
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