viernes, 7 de agosto de 2020

Cuento: Detrás del mar



Ya no veía la orilla. Temblaban de frío mis manos.
Mi voz se ensombrecía.
Apenas podía pronunciar palabra ante la inmensidad del mar. Ese mar que tanto ansié conocer y hoy me dejo llevar.
Tan lejano parecía el momento, y a pesar del tiempo, el momento llego.
“Te esperare aquí por siempre, y el tiempo y la distancia no impedirán que te siga amando”.
Esas eran las últimas palabras de su carta. Esa carta que por última vez recibiría en mi tierra. Esa carta que me llenaría el corazón de esperanzas, de sueños por realizar, de amor compartido.
¡Cuánto había esperado ese momento de partir! Aunque el miedo del viaje me tenía atrapada, era mayor mi ansiedad y mis ilusiones.
Cuando atardeció, ese sol que se escondía me acariciaba el cabello y me invitaba a recordarlo.
Sentada en el sillón del camarote, veía las olas salpicar fuertemente los lados del barco, y me despertaban.
Amanecía otra vez, y otra vez su imagen sonreía ante mis ojos. Sus caricias guardadas ven mi alma me ayudaban a seguir adelante.
No fue fácil irme. Atrás quedaban momentos vividos, muchas historias por contar. Pero mi amor por el era mas fuerte. Era más que todo, podía convertirme en la heroína de un cuento fantástico, en la dama de un castillo donde el príncipe solo me amaba y vivía para mí.
Podía hacerme volar sin alas, solo con la ilusión.
El viaje fue largo, demasiado, al menos para mi lo fue.
De pronto, vi. Pasar dos gaviotas, ágiles y elegantes, ávidas de comida.
Me acerque a la baranda y les ofrecí galletas.
Pronto llegaríamos a destino.

Muy pronto estaría a su lado, abrazándolo, diciéndole todo lo que esperé para verlo, todo lo que sufrí por las noches, por no tenerlo conmigo. Todo lo que
ansié estar entre sus brazos, a pesar del tiempo y la distancia.
La distancia, ¿por qué? ¿era realmente necesaria?
A las tres, el barco llegó al puerto. No importó la gente que flameaba sus pañuelos para recibir a los demás. No tenía a nadie que flameara un pañuelo para mí. Nadie me buscaba con los ojos, nadie me gritaba desde abajo.
No importó, un papel celeste era mi destino. Ese destino estaba escrito en ese papel celeste.
Lágrimas tenía ese papel, pero de esperanza.
Con mi pequeña maleta en la mano, pregunté por esa calle. Parecía cerca y decidí caminar.
Pisar cada baldosa que él seguramente había pisado cuando también bajó del barco.
Mirar cada ventana, cada flor, cada rostro, lo mismo que había hecho él.
Me encontré de pronto en esa calle. El corazón parecía salirse de mi pecho. El nudo en la garganta se apretaba con más y más fuerza. Mis pies se clavaron en el piso y aún así decidí seguir adelante. Pocas cuadras después, el número coincidía con el de mi papel celeste.

                            

¡Cuántas ilusiones! ¡Cuántos pensamientos y planes había en ese papel!
Dos hombres hablaban en la vereda, como si nadie más existiera.
Mis dedos tocaron la puerta. Sonó como una campanada en mi cabeza. Se asomó una mujer.
-          “SI? ¿a quién busca?”

-          “Vengo de lejos y quisiera ver a Miguel. ¿El vive aquí?

-          “Si, soy su esposa, adelante, enseguida lo llamo.”
No sé por qué esta mañana amanecí con las manos atadas.
 No sé por qué estoy en un lugar tan extraño. Veo que gira mucha gente a mi alrededor. Todos de blanco. Escucho solamente un ruido lejano, el ruido de una sirena que anuncia la partida de un barco...
                                                            
©Silvia Vázquez
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