Ya
no veía la orilla. Temblaban de frío mis manos.
Mi
voz se ensombrecía.
Apenas
podía pronunciar palabra ante la inmensidad del mar. Ese mar que tanto ansié
conocer y hoy me dejo llevar.
Tan
lejano parecía el momento, y a pesar del tiempo, el momento llego.
“Te esperare aquí por
siempre, y el tiempo y la distancia no impedirán que te siga amando”.
Esas
eran las últimas palabras de su carta. Esa carta que por última vez recibiría
en mi tierra. Esa carta que me llenaría el corazón de esperanzas, de sueños por
realizar, de amor compartido.
¡Cuánto
había esperado ese momento de partir! Aunque el miedo del viaje me tenía
atrapada, era mayor mi ansiedad y mis ilusiones.
Cuando
atardeció, ese sol que se escondía me acariciaba el cabello y me invitaba a
recordarlo.
Sentada
en el sillón del camarote, veía las olas salpicar fuertemente los lados del
barco, y me despertaban.
Amanecía
otra vez, y otra vez su imagen sonreía ante mis ojos. Sus caricias guardadas
ven mi alma me ayudaban a seguir adelante.
No
fue fácil irme. Atrás quedaban momentos vividos, muchas historias por contar.
Pero mi amor por el era mas fuerte. Era más que todo, podía convertirme en la
heroína de un cuento fantástico, en la dama de un castillo donde el príncipe
solo me amaba y vivía para mí.
El
viaje fue largo, demasiado, al menos para mi lo fue.
De
pronto, vi. Pasar dos gaviotas, ágiles y elegantes, ávidas de comida.
Me
acerque a la baranda y les ofrecí galletas.
Pronto
llegaríamos a destino.
Muy
pronto estaría a su lado, abrazándolo, diciéndole todo lo que esperé para
verlo, todo lo que sufrí por las noches, por no tenerlo conmigo. Todo lo que
ansié estar entre sus
brazos, a pesar del tiempo y la distancia.
La
distancia, ¿por qué? ¿era realmente necesaria?
A
las tres, el barco llegó al puerto. No importó la gente que flameaba sus
pañuelos para recibir a los demás. No tenía a nadie que flameara un pañuelo
para mí. Nadie me buscaba con los ojos, nadie me gritaba desde abajo.
No
importó, un papel celeste era mi destino. Ese destino estaba escrito en ese
papel celeste.
Lágrimas
tenía ese papel, pero de esperanza.
Con
mi pequeña maleta en la mano, pregunté por esa calle. Parecía cerca y decidí
caminar.
Pisar
cada baldosa que él seguramente había pisado cuando también bajó del barco.
Mirar
cada ventana, cada flor, cada rostro, lo mismo que había hecho él.
Me
encontré de pronto en esa calle. El corazón parecía salirse de mi pecho. El
nudo en la garganta se apretaba con más y más fuerza. Mis pies se clavaron en
el piso y aún así decidí seguir adelante. Pocas cuadras después, el número
coincidía con el de mi papel celeste.
¡Cuántas
ilusiones! ¡Cuántos pensamientos y planes había en ese papel!
Dos
hombres hablaban en la vereda, como si nadie más existiera.
Mis
dedos tocaron la puerta. Sonó como una campanada en mi cabeza. Se asomó una
mujer.
-
“SI? ¿a quién busca?”
-
“Vengo de lejos y quisiera ver a
Miguel. ¿El vive aquí?
-
“Si, soy su esposa, adelante,
enseguida lo llamo.”
No
sé por qué esta mañana amanecí con las manos atadas.
No sé por qué estoy en un lugar tan extraño. Veo
que gira mucha gente a mi alrededor. Todos de blanco. Escucho solamente un
ruido lejano, el ruido de una sirena que anuncia la partida de un barco...
©Silvia Vázquez
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