28 MINUTOS
El récord estaba en mi poder desde
hacía dos domingos. En el final de la última tarde semanal nos subíamos con mi
hermano a la bicicleta desde el campo hasta el pueblo, un viaje desde el marrón
claro hasta el gris oscuro con las fuerzas emergentes de la juventud para
vencer a la velocidad del tiempo, nuestra peor pesadilla.
Al igual que una clasificación
automovilística teníamos tres lugares de referencia para levantar nuestra mano
izquierda con los relojes de la verdad. En la S de San Jorge como la apodé por
su curva y contracurva, en el puente que hicieron los que iban a la escuela
rural y en el inmenso monte que daba una sombra capaz de hacer vivir
plácidamente al barro en verano.
Esa tarde de febrero sentía que
me había vestido de triunfador con alpargatas de suela lisa para sentir la
textura de los pedales, una malla para que flamee como bandera y unos anteojos baratos
para ser un verdadero ciclista de televisión. A pesar de salir juntos no tardé
en alejarme, cuando llegué a la primera curva de la S miré el reloj que
confirmó que venía realmente muy bien, pero igual apreté los dientes porque me
corría una polvareda por detrás.
Cuando conecté con el aroma de
los troncos del puente, el ruido tormentoso de una camioneta me cortó la
cabalgata alocada. En la caja de la camioneta, que no tenía pudor en mostrar todo
su óxido, estaba la bicicleta de mi hermano. En la cabina, los dos conversando
a puras risas, el paisano de gorra de boina con una mano en el volante y otra
apoyada sobre la puerta ni me habló, solo se detuvo a la espera que me subiera.
Ni una palabra dije en el corto trayecto,
me dediqué a mirar las distintas gamas de verdes mientras ellos seguían parlando.
El camino de tierra terminó y el gaucho se persignó al pasar por el cementerio
mientras que yo me quedé mirando el número 21 acompañado de un 42 en mi
cronómetro, era mi mejor marca pero nula para el tribunal de mis pensamientos
que sabía que había sido sobre un vehículo de cuatro ruedas.
Al domingo siguiente un temporal
cayó sobre el pueblo tan gigantemente que dejó los caminos intransitables por más
de diez días, el primer fin de semana que estuvo hermoso para rodar tuve el
cumpleaños de mi abuela, el domingo siguiente estuve cansado, después me olvidé
de inflar las ruedas, y en el final del verano me robaron la bicicleta.
Cuatro meses más tarde de
aquella hazaña frustrada, me quedé en casa para pasar un domingo acurrucado
entre sábanas calientes. La pasé muy bien hasta que me levanté para ir al baño
y vi que faltaba su bicicleta dándome un estallido de sorpresa enredado en la
trama de una nueva película de suspenso-terror.
La llegada de la noche se me
hizo eterna, pero tuvo su ansiada recompensa cuando llegó en la camioneta de papá
porque había tenido un pinchazo cerca del monte. Mi récord siguió viviendo todo
ese año y un poco más también, hasta convertirse en un cuento el día que mi
hermano se compró una nueva bicicleta para ponerse casco, calzas y zapatillas
con trabas.
Bruno Celiberti es de Rauch, Pcia. de Buenos Aires,
Argentina. Tiene 25 años. Es periodista deportivo. Escribe sobre muchos temas,
el que más le atrapa es la literatura de viajes. En 2018 obtuvo el Primer
premio en el concurso literario "A través de las palabras". Comenzó
con un proyecto literario llamado Sobre Libros en Instagram y Facebook.
brunokbeceliberti@gmail.com
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