La calma
se ve despejada por el grito.
Ese que duele, lastima,
penetra hasta el más mínimo
rincón del corazón.
Las caricias
se convierten en lijas
que raspan el alma
y quitan susurros.
Los golpes,
leves al principio,
duelen como la muerte misma.
Vos, sentada en esa silla
seguís ahí,
impotente, impenetrable,
convencida que todo
va a pasar.
Cada vez duelen más tus heridas
las del cuerpo,
las de la mente.
Corré, huí, aléjate
Que nadie va a atraparte.
Sola, pero sin heridas
Sola, pero entera.
©Silvia Vázquez
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