UN AMOR EN LOS ´50
Allá por los años 50 del siglo pasado, un viejo empedrado desembocaba en el camino “El Fondo de la Legua”, por donde transitaban carros tirados por caballos y algunos camiones que se dirigían a la “Forrajera y Carbonería Ramallo”, donde se proveían de mercadería al por mayor, para distribuir luego en negocios minoristas o directamente en el domicilio de los vecinos, siendo por entonces de uso común el carbón en las viviendas.
Con sólo 15 años de edad Umberto comenzó a trabajar en el negocio del señor Ramallo paleando carbón, llenando chatas y camiones. Al final de la jornada su madre lo esperaba con el agua calentita en una palangana para su aseo personal, después de trabajar un largo día solamente se lo podía reconocer por sus hermosos ojos verdes. Desde que su padre había muerto, vivía con ella y sus dos hermanitos menores en una casita humilde cercana a su trabajo, su madre instigaba a sus otros hijos a que no abandonaran los estudios para que en el futuro no tuvieran que hacer un trabajo duro e insano como el de Umberto, dado que él no había podido terminarlos porque debía trabajar para ayudarla a criar a los dos hermanitos. Su madre era planchadora y sus ingresos resultaban insuficientes para mantenerlos adecuadamente a todos.
Umberto se trasladaba en la bicicleta que había sido de su padre. Viento, lluvia, frío, calor no le impedían cumplir con su deber. El trabajo era bien remunerado pero muy pesado para su corta edad. Si soportaba un año el patrón le había prometido “ascenderlo” a la sesión forrajes, que era un trabajo más limpio y un poco menos cansador y por último si su comportamiento seguía siendo bueno, al siguiente año sería el encargado de los modernos surtidores de nafta y querosene que acababa de adquirir para su próspero negocio. Él hacía méritos aportando su buena voluntad e intachable conducta. Dentro del enorme galpón que servía para contener la mercadería y efectuar el trabajo, el señor Ramallo había instalado una oficina vidriada desde donde dirigía su negocio, hacía la contabilidad y a la vez controlaba a sus empleados y recibía a sus clientes.
Allí todas las tardes a las cuatro y media, recibía a su hija adolescente cuando el transporte escolar la traía desde el colegio religioso donde asistía, compartían una breve charla y luego ella atravesaba el galpón para dirigirse a la vivienda familiar que quedaba al final del negocio, con salida a la calle lateral, por donde también salían los vehículos una vez que cargaban la mercadería. Era soberbia como su madre y ambas saludaban apenas despegando los labios y sin mirar en forma directa a los empleados. La tez de Isabel era muy blanca y poblada de pecas, su cabello rojizo resaltaba como una llamarada cuando pasaba cerca de las negras piedras de carbón. Umberto ansiaba que llegara esa hora de la tarde, al verla sentía que un rayo de luz entraba en esa prisión sombría e insalubre en la que permanecía desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde, él denodadamente dificultaba su paso para obligarla a saludar, pero ella lo ignoraba.
Después de un largo tiempo advirtió que ella también lo buscaba, se quedaba conversando con su padre hasta que él hubiera terminado de cargar algún vehículo, miraba con afán entre los fardos de pasto y los cúmulos de carbón para saludarlo y a veces hasta le sonreía, él creyó tocar el cielo con las manos.
Por suerte –pensó- el mes próximo estaré en la fardería desde donde podré ver siempre la ventana de su casa y tal vez hasta podré verla a ella. Las cosas empezaban a facilitarse, los sábados Isabel volvía al mediodía cuando él salía de su trabajo, se cruzaban en la puerta y se saludaban con un ¡Hola!, un día se atrevió y le dijo: ¡Hola Isabel!...
Ella le preguntó: -¿cómo te llamas?- casi sin vos le contestó: Umberto-.
Esa noche ambos no durmieron.
Al día siguiente él la interceptó cuando se dirigía a su casa, sacudió un poco su mameluco sucio y la abrazó, la besó desesperadamente y ella lo dejó hacer sin resistirse.
Estaba preocupado porque esa semana terminarían las clases y dejaría de verla, lo mismo le pasaba a ella, para su sorpresa cuando Isabel cruzó por el galpón le extendió un papel bien doblado donde había escrito: “Todos los días a las cinco estaré en la puerta de mi casa.- Isabel”. Cuando salía de la carbonería, después de haberse lavado la cara y las manos, pasaba con su bicicleta delante de ella varias veces, Isabel se encandiló con esos ojos verdes que la miraban con tanta ternura, a pesar de su mameluco desgastado le pareció muy apuesto.
El descubrió que debajo del severo uniforme azul del colegio religioso se había escondido hasta entonces una adolescente con formas de mujer que terminó por enloquecerlo. Le dijo que la quería ver en otro lado, se citaron en la puerta de la Iglesia después de misa, caminaron por la plaza pero Isabel pronto tuvo que regresar, él la acompañó hasta el colectivo que la acercaba a su casa y se despidieron con un inocente beso en las mejillas, algunos domingos durante las vacaciones cuando la mamá no la acompañaba, reanudaban el encuentro.
El señor Ramallo le había tomado a Umberto especial afecto, porque era trabajador, cumplidor, honesto, educado, correcto y antes de lo prometido lo puso a cargar fardos, y luego a los diecisiete años ya era el encargado de los surtidores de nafta y kerosene. Comenzaron las clases y volvieron a encontrarse en el galpón amurruñándose entre los fardos de pastos, desde donde no la podía ver su padre. Cada día se quedaba más tiempo, imprudentemente se prodigaban caricias muy atrevidas.
Como se demoraba más de lo acostumbrado, un día su madre salió a buscarla y los sorprendió besándose. La reprimenda para Isabel fue desmesurada.
¡Se lo diré a tu padre para que lo despida si esto no se termina ya! - dijo enfadada la señora Ramallo.
Isabel lloraba desconsoladamente, su cara estaba encendida, casi como su cabello, sentía rabia y vergüenza, mientras su madre continuaba con el sermón:
Hija –dijo con su orgullo herido y ofuscada- ese muchachito es un vulgar empleado de tu padre, apenas un carbonero, que no estudia, que no terminó siquiera la escuela primaria, ¡y tú eres la hija del patrón, tienes que aspirar a algo mejor, un profesional, no olvides que dentro de poco serás “una maestra”!.
Isabel sólo se había enamorado sin tener en cuenta ese detalle, pero como era orgullosa y altanera le pareció lógico lo que su madre decía y lo tomó en cuenta. Dejó de detenerse donde él estaba trabajando y literalmente lo ignoraba. Umberto no entendía por qué el cambio repentino..
A los pocos días después de saludar a su padre Isabel, le dijo, sin mirarlo a los ojos que la esperara en la plaza después de la Misa.
A Umberto el domingo le parecía muy lejano, estaba triste y soñaba con ese momento. Llegó el día, se sentaron en un banco de la plaza, candorosamente le tomó la mano y ella la retiró violentamente diciéndole:
¿No te has dado cuenta que soy la hija del patrón y que no me puedes pretender? No eres nadie, ¡ni siquiera terminaste la escuela primaria! Y se alejó sin volver atrás su mirada, le temblaba el cuerpo y las lágrimas corrieron incontroladas por sus rosadas mejillas, ella lo amaba pero la soberbia era más fuerte que su amor.
Al pobre jovenzuelo una puñalada en el corazón, no le hubiera dolido tanto.
Umberto cumplió los dieciocho años y le comunicó al patrón que tendría que buscar a otro dependiente para atender el surtidor, porque él no iba a poder cumplir con el horario a partir de Marzo, dado que se había anotado en una escuela para terminar el estudio primario en el horario nocturno, y tenía que estar allí a las seis de la tarde. El señor Ramallo que no quería deshacerse de Umberto por el afecto que le había tomado, le propuso hacer un horario corrido desde las siete de la mañana hasta las tres de la tarde, para que tuviera tiempo de estudiar. Aceptó encantado, el afecto era recíproco y se beneficiaban ambos. Umberto sentía que su patrón reemplazaba un poco a su padre. Este arreglo le daba la posibilidad de ver a Isabel..
Después de la Misa de las once la esperaba en la puerta de la Iglesia, ella lo evadía pero después de un tiempo ante tanta insistencia se arrimó a él.
Me alegró mucho la noticia de que hayas retomado los estudios, eso me hace realmente feliz, -le dijo Isabel. Él le prometió que seguiría estudiando para merecerla. Caminaron, y luego se sentaron en un frío banco de la plaza; el otoño los adornaba con las hojas ocres y marrones que se desprendían de los árboles, se abrazaron y se besaron apasionadamente, reviviendo algunos de sus encuentros fortuitos entre los rústicos fardos de pasto, se rieron al recordarlo. Convinieron en encontrarse todas las veces que pudieran y para no levantar sospecha en su madre Isabel contaba con la complicidad de una amiga, Los enamorados encontraban cualquier excusa para pasar tiempo juntos.
A la madre de Umberto le preocupó, porque él, su hijo maravilloso se había enamorado y lamentaba que fuera de la hija del patrón, su intuición de madre le decía que Umberto iba a sufrir.
Así pasaron dos años sin que la señora Ramallo sospechara de esos encuentros y dejaba sin inmutarse que su hija frecuentara la casa de su amiga Norma, porque el hermano mayor era médico y la señora tenía la ilusión de que Isabel se casara con él. Efectivamente Raúl se había enamorado de Isabel, a ella no le disgustaba pero amaba de verdad a Umberto.
Isabel y Norma se recibieron de maestras y trabajaban en el mismo colegio donde se habían educado, seguían siendo amigas y confidentes. A Umberto le llegó la hora de cumplir con la Patria, el Servicio Militar. El señor Ramallo respaldándolo otra vez, habló con un amigo que era Coronel del Ejército para pedirle que lo hiciera su asistente. Para entonces Umberto estaba cursando el segundo año del bachillerato y desempeñando en el cuartel un horario de oficina le daba la oportunidad de seguir estudiando. El trabajo, el estudio y cumplir con la Patria al mismo tiempo le dificultaba ver a su amada con la misma frecuencia. Raúl, el hermano de su amiga que seguía los pasos de Isabel, esperando la oportunidad de acercarse a ella, y sacando provecho de la situación que alejaba a la pareja temporalmente, le propuso matrimonio y ella no aceptó.
El corazón delicado del señor Ramallo había llegado al final de su misión y abruptamente se fue de éste mundo dejando a su esposa y a su hija sumidas en un gran dolor. El Coronel asistió al funeral junto con Umberto, él, en esa ocasión Isabel le propuso un encuentro en la plaza el domingo siguiente, porque quería ponerlo al tanto de los cambios que se producirían al faltar su padre, pero Umberto debido a sus compromisos “con la Patria” no pudo asistir.
La señora Ramallo impedida de ponerse al frente del negocio, por no estar al tanto de su manejo, lo puso en venta y se trasladaron a vivir a un barrio nuevo, cercano, con casas modernas, rodeadas de hermosos jardines. A pesar de ello pronto se adueñó de la señora una gran depresión., lo que hizo más difícil la vida entre madre e hija.
Isabel, en complicidad con su amiga Norma, siguió encontrándose con Umberto a escondidas, pues su madre no toleraba ni siquiera oírlo nombrar.
Isabel se había convertido en una magnífica mujer y él enfundado en su uniforme militar se veía más atractivo aún. Hacían una hermosa pareja. Los encuentros frecuentes hacían aún más fogosas sus relaciones, amparados en la sombra de las glicinas que trepaban a la pérgola y de la frondosa vegetación de la placita de la coqueta estación Borges, amparados tras los muros de las viejas casonas de las calles solitarias, o al amparo de algún árbol centenario o en complicidad con algún farol de alumbrado que oportunamente dejaba de funcionar, llevaron su exultante pasión al extremo, que se repetía en cada encuentro.
(continuará)
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